Diario de León

Foto Fariñas: querencias en blanco y negro

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Fariñas se inclinó ante la imagen, como si estuviera haciéndole la venia, y los que la cargaban aminoraron el paso, como si fueran a detenerse, pero sin hacerlo. Entonces él, oculto tras la diminuta sábana mágica, clavados los ojos en la cámara, alzando la mano, hizo un preciso y elocuente gesto —como sólo él sabía hacerlos—, que puso más nerviosos a los portadores, y logró que hasta el cura dejara de cantar y tomara una pose inusitada para la historia. 

En décimas de segundo, la pantalla de la lámpara se iluminó, y soltó una llamarada de luz que, a pesar del aviso previo, pilló a todos desprevenidos, y en actitudes poco fotogénicas, trastornando el plan previsto de antemano, y haciendo perder el paso a la propia Benemérita. No obstante, la foto corrió por El Bierzo, y pudimos ver al cura asustado, y a los portadores con cara de infieles agarenos.

La que mejor salió, dijo Fariñas gozoso, fue la Señora, la morenica, siempre tan natural, tan bonita y sencilla como es ella, arrebolada de luz, haciendo más misteriosas las inolvidables procesiones de los pueblos.

En tardes de fiesta, gris y larga la gabardina, lustrosa la bicicleta, modelando una visera caqui, al hombro una Kodak Brownie, se paseaba Fariñas por la Era. A golpes de sonrisa y, de cuando en cuando, con un imprevisto resplandor, nos anunciaba que había dejado para la historia un retazo, en blanco y negro, del ayer de nuestros sueños. Eran tiempos grises, agrios y violentos, en que no había descanso —¡eran tan pocos!—, para fotografiar a tantos muertos. Él solo venía para las fiestas, y escribía con chispazos de luz la historia de nuestras pequeñas alegrías, que no quería que fueran aquéllos, días de lágrimas, sino de besos. 

Él contó la historia de nuestros petos sujetos por un tirante, de nuestra cabeza rapada y de nuestras alpargatas gastadas, sin suelas para el embarrado o polvoso suelo. Él dibujó con destellos de luz, a fuego lento, los labios de cereza atrayentes de las mozas, los bombachos de los adolescentes, la cara asustada de los más pequeños. Él nos guardó memoria de ruinas en la Cumbre, originales y gigantescas medas, sin majas, sin trillas, en la Era. Él desenmascaró carnavales prohibidos, y nos retrató en aquellas bodas donde no sabíamos posar y las ropas nos quedaban grandes o pequeñas, arrugadas o tiesas, y las caras aleladas, posando ambas familias en el atrio de la iglesia. 

Eran tiempos, cuando todavía había copudos y generosos castaños en la Compra, y negrillos inhiestos, cargados de nidos de pardales, en la Era. Nos traían caballitos de cartón los Reyes Magos, cabases, muñecas de trapo y matasuegras; y por debajo de las sayas, asomaban rosadas las enaguas de las abuelas. 

Él iba dejando fiel constancia de todo con sus explosiones de luz hiriente y su infinita destreza. Y ahora, las seguimos viendo, colgadas de la pared —chancleteando en silencio, no dando tregua ni al huso ni a la rueca—, y nos reímos y pensamos en Fariñas como un Merlín de los cuentos, en aquellos días de descargas y quimeras, como un hurtador de penas, en un tiempo mísero, embarazado de tristezas, parco de sonrisas y escaso de pesetas. 

En mi alma de niño quedó grabado, en blanco y negro, aquel evento del siglo, al menos para mis recuerdos, en que, una mañana de invierno, gélida, en el celuloide brillante, se le congelaron a

Fariñas amores vírgenes de una rumbosa boda habida en el pueblo. De blanco entera la novia, dulce y perfumada, con corona de princesa; él, de uniforme de gala, de apuesto capitán médico. Fue como un cuento de hadas para las gentes del pueblo. 

Pocos años después, ella, la maestra, solo conservó las fotos porque alguien le robó la esencia de aquellas horas de ensueño, y le quedaron las lágrimas —sólo por un tiempo—, y después, hasta los sollozos se fueron, porque nadie quiere vivir siempre apegado al sufrimiento, a ese blanco y negro que se va poniendo amarillo y oxidado, por el paso inexorable de monótonas y húmedas tardes del invierno.

Al principio, ella se preguntaba el porqué de todo aquello —¿por qué te lo llevaste?, reprochaba airada—. Eso fue al principio, pero cuando las lágrimas se acabaron porque dejaron surcos en las mejillas y anegaron todos los pañuelos, el corazón se relajó de la cólera, y ya no hubo preguntas ni llantos, solo, de vez en cuando, velados reproches a la vida, al destino, al viento, en aquellos repetidos aniversarios que congelaban el alma en las frías mañanas de enero.

Hoy, encajado el golpe —que todo encaja con el tiempo—, no es mucho menor la pena, pero sí es cabal y equilibrado el sentimiento, y se hace nostálgico el pasado de aquellos años vividos, que hoy ya doran, lejanos, temblorosos y marchitos, los recuerdos.

¿Quién le tomó una foto al Fariñas de los sueños…? ¿Quién se acordó de él para invitarlo a la sobremesa, una copita de anís, roscón y queso? ¿Quién iluminó aquellos ojos que, fijamente mirando, hipnotizaban los nuestros? ¿Quién reparó en aquellos pantalones con pinzas para una Orbea, de guardabarros negros, dinamo cableado y fino sillín de cuero? ¿Quién descifró el color de aquella gabardina cenicienta, tan acorde con los tiempos, de aquel jersey ajedrezado, y de aquellos zapatos calaos en los días de aguacero? ¿Llevaba gafas, tenía bigote, era zurdo o derecho? ¡Ni recordarlo puedo! Es como si mi memoria, cuasi octogenaria, se hubiera quedado sin carrete, ya al final del túnel de los tiempos.

¡Ah Fariñas, si supieras y pudieras contemplar los artilugios del momento! El mundo de la tecnología y los avances sin cuento. Te veo allá arriba, solo, en el quinto cielo, moviendo cables y focos, fotografiando a los ángeles, que posan para ti sin cuento. 

Tu bigote más canoso, tus zapatos, del polvo de tanta estrella, polvorientos, y «el burrito de Fariñas», donde los niños subían y montaban sus desvelos, correteando querubes por los atajos del cielo. 

Fariñas amigo, en blanco y negro tú alargaste, a golpe de inocentes e incruentos fogonazos, las querencias de posguerra de los nuestros: almas rotas, lugares vacíos y brazaletes negros, rostros queridos y familiares gestos; fe y costumbres, faenas de cada día, que formaron por décadas los álbumes del berciano pueblo, tan sufrido, pobre, y complejo. 

Mientras níveas resplandecen las Cumbres, donde las Siete Hermanas Bercianas conmemoran tus ingenios, hoy yo quise celebrarte, chispeante y luminoso Fariñas, disfrutando tus recuerdos.

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