Diario de León

Guatemala, el país de la eterna primavera

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Vestía de blanco de pies a cabeza y calzaba toscas y ásperas sandalias de llanta de camión. Era pajizo su sombrero, y colgado al cinto llevaba un filoso machete campesino. Callada y serena, caminaba ella, comedido y discreto su güipil florido. Moteada de sufridos colores, grises, marrones claros y morados, era la falda que la envolvía de la cintura a los tobillos, herencia femenina de los campos de España. Los pies descalzos, rugosos y polvorientos, separados sus dedos; lucía en su cuello un rosario de cuentas de plata, diminutas monedas coloniales, y verdes y vistosos jades. Pegaditos caminaban el día en que ante mí se juraron amor eterno en la iglesia colonial de San Mateo, en Salamá, Baja Verapaz, hace ahora de ello la friolera de cincuenta años. Anotados quedaron en el libro parroquial como «indios», al lado de otros, «criollos» de sonados apellidos, y algunos «esclavos», de siglos pasados y otros que, año tras año, siguen ahogándose en la costa entre guaro y malaria, recogiendo algodón en sudorosas jornadas de sol no nacido a sol puesto.

Fue ayer, inicios de 2023, visitando la Exposición Maya, cuando volví a recordarlos, tras medio siglo de ausencias, distancias y silencios. Subiendo la cuesta de enero, cerrando los ojos del cuerpo, bien abiertos los ojos del alma, los adiviné deambulando entre airosos rumores de selva virgen, escondidos quetzales de largas y vistosas plumas, vasijas de barro decoradas con delicadas pinturas nativas en rojo sangrante, ocre y negro, amenizado todo ello por el nocturno y melancólico sonar de la marimba. En el mero Centro de Kansas City, en el edificio de la antigua estación de trenes, hoy obsoleta, que no abandonada, donde pude todavía emocionarme ante una de aquellas gloriosas máquinas Santa Fe, cuyo pitido nos sobrecogía siendo niños. Entre contados rascacielos, enormes fábricas abandonadas unas, y recicladas otras, suntuosas y viejas mansiones, lujosos restaurantes, está instalada la famosa (Maya Exhibition), Exposición Maya que recoge vida, arte, cultura y, donde los misterios de los mayas cobran vida en la, «maya: The Great Jaguar Rises. Kansas City Union Station, Missouri, EUA», como reza un anuncio bilingüe en la entrada.

La  cultura maya  abarca la civilización que se desarrolló en  Guatemala (Tikal), Belice, el sur de México, especialmente la península del Yucatán (Chichén Itzá), y Chiapas, así como la parte occidental de  Honduras y El Salvador, abarcando más de dos milenios y desarrollando numerosos aspectos socioculturales, como su  escritura, uno de los pocos  sistemas de escritura plenamente desarrollados del continente americano precolombino. Su impresionante arquitectura, sus pinturas, su mitología y sus notables sistemas de numeración, astronomía y matemáticas, así como por el uso de sus famosos calendarios. Con la llegada de los conquistadores, comenzó su decadencia (1546–1697), cuando ya no pudo sobrevivir a la destrucción de ciudades enteras: templos, pirámides, múltiples edificios educativos, y a la quema, especialmente de libros y manuscritos, por parte de quienes, desconociendo otras riquezas que no fueran el oro, la despreciaron.

Apostaría que eran ellos, José Balam (el jaguar) y María Xitumul, o quien quita que fueran sus nietos, pero ya, en cierta manera, acreedores a heredar el sueño americano. Cimbreaban en la exposición como quetzales en libertad, esquivando la multitud. Los vi deambular como vivos recuerdos de sus ancestros, entre luces y sombras, inconfundibles, ávidos de sentirse identificados, valorados y reconocidos, entre los miles de visitantes. Muy pronto, los referenció mi mente, se pararon mis recuerdos, y retrocedieron medio siglo. Entonces tenía yo veinticinco años, y José y María, aparentaban dieciocho él, y tan solo quince ella, de tan niños y patojos como eran. Prestado seguía llevando él su traje blanco, y sus tenis, recién comprados; relucía en María el collar de joyas, heredado de la abuela Rosa Sanic (la hormiga). Quise hablarles, pero me contuve, y solo me limité, sin entender nada, a oírlos susurrar en su lengua nativa, leyendo para los curiosos, textos de uno de los cuatro códices mayas, o del propio Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas.

«De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres…», con voz pausada y segura leía María los primeros pasajes del Popol Vuh. «Eran tan frágiles como cañitas de maíz que, empujadas por el viento tormentoso con el que «El Señor Presidente» atemorizaba, castigaba, torturaba y asesinaba a los «Hombres de maíz», la existencia de nuestros antepasados era dolorosa y efímera», escuché a mi espalda las palabras de José, el jaguar, como se hacía llamar en High School. «Estos dos libros son de Miguel Ángel Asturias (Premio Nobel de Literatura, 1967) nacido en la Baja Verapaz», añadió José; ‘donde Fr. Bartolomé de las Casas (1540), había logrado, en previo acuerdo con el rey Carlos I, recién llegado a Valladolid que, más tarde, en la colonización de aquellos territorios, no participara el ejército del ya emperador Carlos V, y los nativos de aquellas tierras fueran tratados como personas e hijos de Dios’, pensé para mí.

Finalizando la visita a la Exposición Maya, me abordaron saltarines pensamientos sobre los miles de guatemaltecos huidos de la patria, mal alojados en la frontera con los Estados Unidos, sometidos a la ley 42 del expresidente Trump, y prorrogada por un tiempo indefinido que impedirá a muchos ciudadanos de Centroamérica acceder a territorio norteamericano. Venerables ancianos, adultos padres de familia, jóvenes y unos 15.000 niños, siguen deambulando a lo largo de la frontera, lanzando ávidos y ardientes vistazos a la valla infranqueable, esperando una oportunidad que rara vez llega para colarse en el turno de los pocos elegidos que ya creen solazarse en la evangélica piscina de la curación y el placer.

Y si, en general, la colonización no fue ningún regalo para los nativos, despojados de tierras, religión y cultura, sometidos a esclavitud, no fue mejor su vida tras la independencia de España en el siglo XIX. Dictadores y gobiernos corruptos promocionaron destierros infinitos, saqueos y robos sin cuento, guerras tenaces sufridas por los hijos de una tierra celebrada como en continua primavera de aguas torrenciales, cielos azules y noches estrelladas. Los de hoy, esperan ser los próximos en cruzar la frontera de los sueños que por años han acariciado, huyendo de un país donde la primavera no acaba de florecer y menos madurar, dando generosos y abundantes frutos para todos.

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