Diario de León

¡Alpabardas al cesto que el alpabardón ya está dentro!

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Ya para comenzar, que no se me frustren ni se alarmen los que esto lean, si en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE) no están los vocablos ni «alpabardas», ni «alpabardón», pero sí están en mi memoria desde hace más de setenta años, cuando a mis padres se los oía mencionar: «¡No seas alpabardas!» ¿Y qué pensaba mi madre cuando se despachaba con esa frase desconocida, dicha a mí, o la completa y más misteriosa que mi padre le decía a ella?, en las que se puede identificar la primera acepción con un sujeto, persona, y la segunda con un objeto o lugar misterioso.

¿Y qué pensaba yo cuando la oía? Y era entonces cuando mi madre me decía. «¡No seas inocente, tonto, payaso, papanatas!, y el maestro, el cura o el alcalde, se encargaban de completar la lista: «¡No seas incauto, bobalicón, mentecato, no estés distraído, embobao, ido, despistao! ¿Acaso estás en Babia o en las Batuecas o pensando en las musarañas? Pero, sinceramente, el intríngulis del asunto seguía velado para mí.

Pensar n’as alpabardas, es quedarse distraído pensando sin saber en qué. En muchas comarcas del reino de León, «pensar en las alpabardas» era estar embobado o abstraído en «un idílico lugar», como Babia, las Batuecas. También la expresión se podía referir a persona o animal extraño, misterioso, como las musarañas. En el Diccionario del Léxico del leonés actual de J. Le Men, la expresión aparece documentada en varias comarcas leonesas. Dado ese «algo o alguien misterioso», la imaginación empieza a trabajar, alejándonos del cometido que tenemos entre manos, y poniéndonos en el camino en el que dejamos que sea ella, y no la razón la que dirija nuestros próximos pasos.

¿Y qué sentido tenía la frase completa?, alpabardas al cesto, que el alpabardón ya está dentro. La alpabarda se convierte en alpabardón, una vez caída en la trampa del cesto o el saco. La frase completa sería un aviso para evitar que la alpabarda incauta, embelesada se convirtiera en alpabardón, cayendo en alguna especie de ‘tentación’ y, por tanto, el dicho pretendería avisarnos del posible mal, ‘fracaso’, que nos convertiría en futuros ‘pecadores’.

En gallego, se llama alpabarda (a la palometa), o paparda a un pez parecido a la palometa, cuyo nombre nos suena un poco a inocente, paloma, papanatas, zampabolas, palabras que pueden dar pie a diferentes interpretaciones. Los rasgos de el/la palometa, son sus ojos laterales, grandes y redondos, y su pico largo y firme. La palabra palometa es una palabra del tardío griego bizantino, que equivale a «bonito/a», como bonita o blanca es la paloma de la Pascua, o como segunda acepción, «japuta» (misterioso pez oscuro, comestible cuyo nombre deriva del arameo, el idioma que hablaba Jesús), que la imaginación nos pinta como el sumo placer carnal. Todo ello podría estar cargado de sutiles connotaciones sexuales. La imaginación, en el sentir de Teresa de Ávila, toma el puesto de la «loca de la casa», agita y ciega la mente, doblega la voluntad, se centra en la sonrisa o la mirada concupiscentes, y una vez conquistada, se deja penetrar en el cesto, por el alpabardón de pico firme, que el pueblo pícaro, convertía en una relación sexual de pareja.

«La» alpabarda, una vez que cae en el cesto se trasforma, y se deja penetrar por el alpabardón. Es difícil identificar, definir o separar la alpabarda del alpabardón: sería el inocente convertido ya en tonto oficial; la paloma inocente (palometa), que cae en el cesto o saco, se encierra, se priva de libertad, se ciega total y para siempre, porque el alpabardón, el palomo «japuta» (palometa macho), tendría una especie de similitud con el padre de la mentira, de la oscuridad, de un Luzbel que se ha convertido en tinieblas. Por otra parte, la alpabarda con el alpabardón formarían ese binomio inseparable donde se recrea el acto sexual, objeto que fue de la concupiscencia, y donde habita y reside el centro del placer carnal. El camino no tiene pérdida: de la imaginación, pasamos a la deleitación, y nos instalamos en la concupiscencia, el fomes peccati de los clásicos, cayendo en el cesto donde ya mora el alpabardón que hace posible el deleite soñado.

La especial insistencia de la enseñanza de la moral cristiana en centrarse en las cuestiones de conducta sexual, ha producido un cierto sesgo en el significado, dotándolo de ese contenido que se observa en expresiones como «miradas o sonrisas concupiscentes». Según el Diccionario de la RAE, la concupiscencia es en la moral cristiana, «el deseo de los bienes terrenos y, en especial, el apetito desordenado de placeres deshonestos».

He querido darle una interpretación, una lectura, a una de aquellas misteriosas expresiones de quienes ya se fueron, y no nos dejaron mayor clarificación sobre las mismas. Durante mi adolescencia, y mis recuerdos del Colegio de la Virgen del Camino, eran comunes expresiones tales como: ¿Te deleitaste, consentiste, caíste en esos malos pensamientos? El fomes peccati o concupiscencia es la «causa que escita y promueve el pecado», que los griegos llamaban amartía, «missing the mark», fallar, perder la meta, que nos recuerda los fallos básicos de la amartía, «por omisión o comisión, pensamiento o sentimiento, o de palabra y obra», como en Romanos 5:12, brevemente se nos dice: «todos hemos pecado». En el contexto religioso de la Cuaresma, las alpabardas y alpabardones estarían asociados con las figuras a las que el Arcipreste de Hita llama tan acertadamente don Carnal y doña Cuaresma.

La picaresca popular jugó con estos términos que no estaban al alcance de todos, pero que corrían de boca en boca, de maliciosa risa en regodeo burlón, en bares y tabernas, cantinas y bodegas, en corrillos y tertulias de comadres y algún que otro compadre, abriendo vía al «no te avergüences al descubrir en tu corazón el fomes peccati o la concupiscencia —la inclinación al mal que estará contigo durante toda tu vida—, porque nadie está libre de esta carga», postulado que el pueblo llano bien conocía y sigue reconociendo y asumiendo con realismo del bueno.

¿Habré echado luz o más sombras sobre el misterioso dicho de «alpabardas al cesto que el alpabardón ya está dentro», que de vez en cuando le decía mi padre, sonriendo pícaramente, a mi madre? Todo ocurría en cerradas noches de invierno, finalizando el triple disfrute de la combinación del rojizo rescoldo de la lumbre de suelo, el tambor de castañas asadas y el fervudo de vino caliente con miel, olores y sabores todos ellos tan inolvidables como el mismo Bierzo.

¿Luz, sombras?, ustedes dirán, porque, francamente, ¡yo no lo sé!

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