Diario de León
Publicado por

Creado:

Actualizado:

Un amigo lamenta que sus árboles frutales están plagados de pulgones. Le aconsejan que los fumigue, pero es ecologista y se resiste. Yo le diría que los matara a mano, para no envenenar el aire, la tierra y el agua. Pero hay otra solución que incluso es mejor, la cuento:

Hace muchos años, allá por comienzos de los cuarenta del pasado siglo, mucho se quejaba el señor Rebollal porque los escarabajos le comían las plantas de las patatas sembradas en el huerto de San Fiz.

Mi padre quiso quitarle la pena y la preocupación dándole un buen consejo: «Mande usted clavar unas cuantas estacas a lo largo y ancho del huerto, cuanto más cerca las unas de las otras mucho mejor, luego cuelguen en todas ellas un buen trozo de jamón, de lacón, o unos chorizos, y ya verá como esos malos bichos se olvidan de las patatas».

Así fue como mi padre empezó a labrarse su buena fama de hombre juicioso. Era tan optimista que mi madre siempre se reía con él.

Muchos años después, cuando yo era joven estudiante, Domingo Rebollal (familiar del anciano), venía a la bodega para trabajar, tocar la guitarra, demostrar su fuerza muscular y filosofar, sobre todo filosofar y coserme a preguntas. Tenía de libro de cabecera un diccionario heredado de su abuelo, traído de Cuba, que no prestaba a nadie por temor a que se lo estropearan. Y cada vez que se enzarzaba en una discusión siempre recurría al «sabio de la tribu», o sea yo, para que escuchara los argumentos, terciara, y sentenciara. Los líos en lo que me metía eran complicados, pues eso de tener que dar la razón a unos y quitársela a otros resulta cosa muy delicada que complica el corazón y lo deja a uno a disgusto, especialmente cuando eres honesto y sensible. Mingo Rebollal, sin haber salido del pueblo, conocía Pernanbuco y Pénjamo, lugares que siempre citaba. Yo lo escuchaba con atención y agrado, pues siempre se centraba coherentemente en el debate, nunca se salía por la tangente a pesar de su enorme capacidad para la digresión, para escaparse por la conchinchina, los cerros de Úbeda, Landoiro, Villachá y Puente de Rey.

Ya han pasado muchos años y ahora es necesito recuperar la memoria, bucear en ella, hablar con los ancianos para que afloren recuerdos que, buenos o malos, por fas o por nefas (que diría el amigo escritor berciano Magín López Alba), se me clavan en el corazón y en el cerebro.

Repasar las viejas fotos me emociona. El paso del tiempo, con las inevitables pérdidas que conlleva, parece quedar preso e impreso en los cajones y estanterías que guardan nuestras historias. Los días en los que me siento más fuerte y animado me armo de valor y vuelvo a estudiar la hemeroteca, las libretas de notas, los papeles amarillos...

De esta suerte, Herrerías de Valcarce regresa a mi recuerdo, a mi corazón. Mi querida madre, siempre que podía, me ponía guapo y me llevaba a conocer la tierra en la que había vivido hasta los diecisiete años. En el coche de línea de González de la Riva, o en un coche de «punto», llegábamos hasta «A Veiga», y desde allí, cogido de su mano, o en sus brazos, hacíamos el resto del camino, poco a poco, viéndolo todo, hablándome sin parar, en castellano y en gallego, para que fuera conociendo yo el nombre de los árboles, de las plantas, de las flores, de los montes, de los regatos, de los caborcos y de los «subiaos». Mi madre, María Pol Rodríguez, nacida en Madrid, conocía y saludaba con cariño a las personas que nos encontrábamos. En uno de estos entrañables viajes un señor cogió un pajarín que estaba aterido, y me lo entregó. Luego, ya en casa de Carmen Quiroga y de José Santín, al calor del fuego de leña de la cocina baja, el pardal empezó a resucitar, le dimos algo de comer, pilló fuerzas, se marchó volando, y yo me puse a llorar muy amargamente, con mucho dolor.

Me reconforta saber que, a pesar de las agresiones que le hizo la construcción de la A-6, Su Santidad el Valcarce sigue vivo por ser el río más católico y piadoso del Bierzo, pues le encanta bendecir el Camino de Santiago y regar la hermosa tierra de los «Santín» desde Herrerías (hontanar del poeta Amador Fonfría Santín, autor de «Aurora») y Ruitelán hasta Villafranca, pasando por «A Veiga», Trabadelo, y Pereje.

Cuando era niño recogía flores silvestres por el Camino de la Virgen que nos llevaba hasta la viña, y se las iba dando a mi madre. Las últimas se las regalé el domingo 7 de mayo de 2006, Día de la Madre, que la besé en la frente y le dejé un tiesto en la mesilla de la habitación del Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Estaba inconsciente, no me dijo nada, pero sé que se alegró mucho y, pocas horas después, se marchó en paz, al Cielo. El día que yo muera ella vendrá a mi encuentro.

Mi adorada madre, con todo su amor y paciencia, me enseñó a hablar correctamente, a pronunciar la «erre», la «ese», a decir bien «río», «padrenuestro», y «Sevilla», a distinguir «caramelo» de «camarero». Ella sola, sin ayuda, puso punto final a mi dislexia. Y los dos pudimos sentir la satisfacción, el orgullo, de no equivocarnos con aquello de: «el cielo está enladrillado quién lo enladrilló, el enladrillador que lo desenladrille buen desenladrillador será». Mi amor por la lectura y la escritura, por el castellano y el gallego, por el hablar sin miedo, viene de mi madre, de su empeño. Luego tuve algunos buenos maestros, a los que recuerdo con afecto: Don Ángel Álvarez González, hijo de Sofía; don Gumersindo Fernández Suárez; la señorita «Chefi; doña Violeta Alicia; don Manuel Lozano Fuego.

«Cuando se escribe con el corazón siempre se hace bien».

«No sólo el cerebro, también el corazón humano tiene memoria y guarda recuerdos».

«El mejor éxito de un hijo es que su madre esté orgullosa de él».

Sean felices los seres queridos que llenan de cariño y nostalgia mi memoria.

tracking