Diario de León
Publicado por
David Santamarta
León

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La orografía de la ciudad y su alfoz recuerda vagamente un costillar. Una sucesión de desgastadas y sedientas cárcavas alineadas de norte a sur y separadas entre si por una planicie elevada confluyen desde el oeste hacia el imaginario espinazo del soto del Bernesga. Los primeros ramales por el norte bajan desde Camposagrado y al dejar atrás la ciudad, recogida ya el agua del Torío, la vega se ensancha y las cárcavas se achatan. Quintana de Raneros, en el curso medio de la Valdoncina, asienta su caserío dividido por la vía del tren y por uno de esos cauces que drenan hacia la vega ancha. Un cordel verde arbolado, flanqueado a veces por huertos y pozos, delata el acuífero que discurre a tramos bajo tierra. Una decena de kilómetros lo separan de la capital y el trayecto puede hacerse por dos rutas.

Años atrás hubo en el pueblo una bodega muy frecuentada. Además de un marco incomparable tallado en la arcilla bajo tierra, ofrecía buena comida. Cuando hace años se hablaba del pueblo, era inevitable asociarlo con aquel establecimiento conocido como El Cercao. Al salir del recinto de la bodega había un cartel con flechas en sentidos opuestos «A León por La Virgen» y «A León por Villacedré». A la ciudad se podía llegar por caminos diferentes.

Cuando el tren sale de León hacia Galicia, inicia el trayecto en dirección sur; al poco serpentea entre unas erosionadas cárcavas buscando el oeste; llega a Quintana; continúa contra corriente la suave pendiente que marca el curso del reguero de Oncina y se adentra en el Páramo. El ingeniero decidió que aquí en Quintana podría estar la primera parada. Parece un milagro, pero todavía se puede coger algún tren en el apeadero del pueblo, poco más de doscientas almas empadronadas.

«No sabía que aquí parase el tren», dice el hombre que ha venido a recoger unas planchas de onduline amontonadas en el solar de enfrente. Tiene aparcada una pick-up japonesa, un vehículo espléndido, se mire por donde se mire. Acabo de llegar a casa después de hacer una ruta con la bicicleta y sin desmontarme siquiera le he saludado. Llevo el atuendo corriente para el ejercicio del ciclismo amateur. Doy la vuelta en la plaza mientras el hombre comienza a cargar la caja del vehículo. Averiguo si viene de parte del albañil que ha estado retejando. La pregunta hace las veces de presentación.

El pequeño tren que he cogido esta mañana sale de León camino de Ponferrada. A las siete y cuarto tiene parada en Quintana. El buen tiempo invita a montar con la bicicleta a cuestas y apearse en lugares como Villavante, Veguellina, Barrientos o Nistal antes de llegar a la capital maragata. Durante un par de meses resulta agradable pedalear con el frescor y la luz de primera hora flanqueado por campos de maíz, patatas y lúpulo. No falta a esa hora algún vecino que ya ha arrancado a pasear.

En Seisón de la Vega comienza un tranquilo recorrido por la margen derecha del Órbigo. Por delante, un puñado de pueblos regados por una frondosa acequia prestada del generoso caudal del río matriz. El movimiento de personas sigue siendo escaso. Labriegos vigilando el turno de riego y alguna vecina baldeando el portalón y el trozo de acera frente a la casa. Apenas hay tráfico, hay que zigzaguear hasta dar con la salida, no son pueblos carreteros. Al fondo aparece La Bañeza, con la iglesia de El Salvador y la torre de Santa María. Si es sábado y día de mercado hay que hacer cola para repostar en la churrería Blanco. Al dejar la villa, nada más cruzar el Órbigo, aparece la gran llanura del Páramo. El maíz se ha adueñado del paisaje y su presencia puede resultar monótona y opresiva, sobre todo cuando avanzado el calendario el cultivo ha ido ganando altura. Me pregunto qué hubiera sido de esta comarca sin el embalse de Luna y el fabuloso entramado de acequias. El agua corre ahora por doquier en lo que sin duda fue un yermo erial.

En la plaza del Ayuntamiento de Bustillo hay un recuerdo agradecido hacia las gentes de aquel puñado de pueblos y valles anegados para que ahora esta comarca pueda vivir en paz. Firmadas por Pedro Trapiello, junto a la silueta del pantano troquelada en una plancha de acero corten y el nombre de los pueblos desaparecidos, se recuerda al vecindario: «Nombradles y no habrán muerto». Bonitas palabras que no hacen sino remachar la inmensa sensación de pérdida. Caseríos con sus espadañas, pastos y cercados ahora sepultados bajo el agua. A partir de aquí el paisaje y los caminos resultan más familiares: Mozóndiga, Villar de Mazarife, Chozas de Arriba y de Abajo… lugares recorridos tantas veces. Sea como fuere, esas jornadas en el tren primero y con la bicicleta después, tan de mañana, tienen un inconfundible sabor veraniego y ofrecen un placer singular, pedaleando en compañía o en amena soledad.

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