Diario de León
León

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He escogido la imagen del iceberg (y su similitud metafórica con lo aparente y lo que hay de oculto en el voto) por la referencia a la parte que está sumergida en el mar sobre la que se ve flotando sobre el nivel del agua. Referencias a «la punta del iceberg» o al «pensamiento iceberg» indican tanto lo que se conoce como lo que se ignora.

Sigmund Freud, gran estudioso del inconsciente, llegó a expresar que la mente es como un iceberg. Pues bien, yo me permito, influenciado por la sabiduría del maestro, lanzar una serie de reflexiones acerca de lo que determina la decisión de votar a un partido o a otro. No pretendo ser categórico, solo dejar constancia de mi reflexión en el asunto en cuestión, tanto sobre lo que se ve como sobre lo que no se ve.

En lo que habitualmente se reconoce, hay una identificación con un concepto que pretende ser diferenciador y determinante; es el de progresista o conservador. A mí, personalmente, me parece que, llevado a los extremos, es de un simplismo intelectual evidente por la concreción y el carácter maniqueo que encierra. Es más, conlleva, por encima de las diferencias, un enfrentamiento innecesario que no favorece el diálogo entre las personas. La adhesión sin fisuras ni crítica alguna hacia una de las dos opciones supone, en buena parte de los casos, no una convicción elaborada y estructurante, sino una posición derivada de tendencias más o menos inconscientes que responden a deseos, amores y odios personales que nada tienen que ver ni con el bien común ni con los valores políticos de la sociedad. Es la parte oculta del iceberg, la parte oculta del voto. Esto que parece circunstancial y secundario es lo que a la postre determina en muchos casos, a mi juicio, la votación en un sentido u otro. La Historia nos enseña que los pueblos se han pronunciado en muchas ocasiones no en aras de la razón ni del bien común, sino respondiendo a tendencias bien distintas, consideradas muy «humanas»; aunque humanos son tanto los vicios como las virtudes. Merece, pues, la pena detenerse a diferenciar los unos de las otras, a cribar el grano de la paja.

Antes de continuar reflexionando sobre el particular, y en referencia a las posiciones denominadas progresistas o conservadoras consideradas como contrarias o antónimas, me permito contarles una anécdota personal vivida hace muchos años cuando residía en un país de larga tradición democrática. Había, dentro de los partidos en liza, uno denominado «Partido Progresista Conservador» que a mí me parecía la síntesis perfecta capaz de superar el viejo dilema de los contrarios (por aquello de que de la dinámica de la tesis y la antítesis surge la síntesis), al menos en lo referente a lo proclamado ideológicamente con ese nombre e incluidos sus deseos e intenciones. Les diré, como dato curioso, que el orden de los calificativos tiene su importancia, de tal forma que en el partido mencionado aparece en primer lugar lo de progresista y después lo de conservador, tanto en inglés como en francés, mientras que en español se invierte el orden y se le denomina conservador progresista. Es un detalle…

Volviendo a la metáfora del iceberg, observamos que en la parte visible se aprecian valores evidentes tales como la justicia social tan cacareada por los progresistas, dando a entender que es un ideal que les pertenece en exclusiva, mientras que la injusticia pertenecería a los conservadores. La justicia social, siempre imperfecta en la realidad cotidiana, requeriría una inmediata puesta a día para mejorarla, pero lo que no dice es su particular forma de entenderla. Lo mismo ocurre con los «derechos sociales», la defensa de los trabajadores (sin especificar qué trabajos ejecutan, si bien se suelen referir a los obreros que, en general, son explotados), los derechos de las mujeres etc., etc., temas que serían de su exclusiva competencia. Lo que no se ve, pero está implícito en el mensaje que pretende ganarse el voto, es el maniqueísmo político. En ese sentido se aplica la famosa frase de que no hay más tonto que un obrero que vota a la derecha. Curiosamente no se aplica el mismo calificativo a un «patrón» que vota a la izquierda. Esa ideología de los contrarios, enemigos irreconciliables por definición, condenados no solo a no entenderse, sino a vivir en una constante guerra (incluso fratricida), determina el voto que está en la parte sumergida del iceberg. Y esa ideología de los contrarios está presente en muchos votantes tanto de la izquierda como de la derecha.

El odio (camuflado, no reconocido como tal e incluso elevado a tendencia o mecanismo necesario de defensa), la envidia (camuflada como tendencia normal de reparar la insuficiencia propia), los deseos de dominación del otro (tanto para «defenderse» como para lo contrario), la satisfacción de detentar el «poder» y el otro verbo parecido que comienza por jota, etc., etc. suelen estar presentes en la parte sumergida del voto. Solamente los extremos alardean de esas tendencias que suelen justificar sin discusión alguna.

Otra parte que condiciona el voto está basada en «egoísmos» aparentemente simplistas y muchas veces condicionados como cebo por los políticos. Ejemplo: yo voto a tal partido porque me ha subido la pensión (o no voto a tal partido porque igual me la baja), al margen de otros valores o consideraciones. O porque me sale más barato viajar en tren. A este respecto me permito contarles una anécdota. Hablando con un estudiante recién llegado de una estancia en Estados Unidos, le pregunté qué pensaban los jóvenes americanos del panorama político de su país. Me contestó que no hablaban de eso apenas, pero que un amigo suyo le dijo que pensaba votar a Trump porque la gasolina estaba más barata con él…

Volviendo a este nuestro país, lleno de paisanos de «diferentes países» juntos y revueltos que parecen destinados a entenderse o a desentenderse dependiendo de los vaivenes políticos, nos encontramos en uno de esos momentos críticos que condicionarán también el voto tanto en la parte visible como en la invisible del mismo. No sé si los españoles, en general, estamos condenados al enfrentamiento en los votos, pero me malicio que algo de eso ocurre a juzgar por las descalificaciones, el «y tú más» y las posiciones rígidas y dogmáticas que para nada sirven para un entendimiento y apoyo para alcanzar el bien común. Un bien común que aparece en la parte visible del iceberg de todos los partidos políticos, al mismo tiempo que se presumen, agazapados y ocultos, los navajazos en la parte sumergida del voto.

Lo que también he observado es que, en España, a pesar del llamado multipartidismo, los partidos llamémosles moderados que tratan de superar los frentismos, la rigidez de los principios, las posiciones dogmáticas, etc. no han calado entre los votantes. ¿Será que en nuestros genes llevamos alguno maniqueo? De todas formas, espero que el voto de los españoles vaya en la línea de «Roma no paga a traidores».

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