Diario de León

Papones y taberneros nunca van a faltar

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«Duérmete mi niña que viene el coco (papón), y come a los niños que duermen poco». Así, tarareando, entornadas las contraventanas, acunaba yo con mis cinco años a mi hermanita de pocos meses, en el cuarto, y a media luz. Ella, como un ángel se quedaba dormida, mientras que de puntillas abandonaba yo el dulce meneo de la cuna y, mirando para todas partes enfilaba el pasillo a todo correr, seguido por fantasmas de cerúleas caras de los últimos fallecidos en el pueblo — la joven ahogada en el río, el minero magullado por un costero —, porque empeñadas estaban mis tías en auparme para que yo los viera de cuerpo presente en la sala familiar, apretados en la caja de pino, rodeada de velas y rezadores bisbiseos.

En León, capital, la palabra papón tenía y tiene además otro significado diferente: se llama papones a los cofrades o hermanos de las más antiguas cofradías vestidos de túnicas negras y capiruchos, para recordar el significado original de la palabra «papón», el que asusta o mete miedo.

Víctor Manuel, puso música y cantó: «Ea, mío neñín». Un poemita anónimo, atribuido a Rubén Darío. Tomo los versos del estribillo: «Ea mío neñín, agora non. Ea, mío neñín, que está el papón». En la España de hoy, no es necesario llegar a la espiral de las balas para entenderse; aquí, de momento funciona la fidelidad al jefe, siempre controlada. De un poema de amor, una nana, el poeta nicaragüense, con varios años vividos en España, hizo una denuncia social del papón que, con el miedo, trata de infundir respeto, indicando a sus «subordinados» el camino a seguir. Hay papones que siguen creyendo que el propio llanto del niño que, todos llevamos dentro, no se calma con pan, sino con miedo, aunque cuando el pan es abundante los papones buscan otros alicientes para trabajar y medrar.

Cuando está el papón, que nadie se mueva, porque el papón no habla para el pueblo, habla, pide, ordena, busca, trabaja para sí mismo: riqueza, posición, porque, aunque el poder ya lo tiene y lo retiene, la fama la busca, sin importarle lo que al pueblo le cueste, y la gloria la toma sin esperar a que el cielo se la otorgue. En este país donde vivo, desde el primer papón de la historia, el «caín» que dispara con arcabuz, llenando de sangre las praderas, hasta el último estudiante de bachillerado que ha dejado aulas manchadas de sangre que no se acaba de borrar, por lo general, todos son papones, pero ninguno ha sabido llorar, salvo algunos que sí han sabido reír pregonando sus hazañas. Y no es porque yo lo diga, que lo dice tanta sangre derramada. Hubo un tiempo en que los papones, invocados por los padres, se limitaban únicamente a asustar a sus niños.

¡Duérmete, pórtate bien, sé obediente, no forniques, que viene el papón y te lleva con él! En los últimos tiempos, los papones lo han invadido todo. Incluso muchos de ellos tienen cara de niños frágiles, buenos, inocentes, pero todos ellos han puesto bombas, han llevado a cabo masacres sin cuento, han secuestrado voluntades, llevando a los otros como mansos corderillos. Que se sepa, ellos han declarado guerras, han mandado tirar poderosas bombas, enviar a miles de personas a las trincheras, a las cámaras de gas, tirar los alimentos al mar mientras los pobres se mueren de hambre, y todo ello, sin derramar una sola lágrima, ni siquiera un simple sollozo de compasión o arrepentimiento. Los grupos terroristas, las iglesias inquisidoras, las autoridades prepotentes, los políticos que llevan en su mente y en su corazón el germen de un dictador, ni una lágrima, ni un suspiro, ni una palabra de perdón para sus víctimas, a las que, tras asustar, silenciaron.

Y es que ellos se creen superiores, y tratan de asustar para mantener su superioridad. Pero ellos también tienen miedo a la sociedad, porque la sociedad —según ellos— les ha hecho mucho mal, nunca les ha pagado lo que les debía, por eso tratan de vengarse de ella por todo el mal que, de ella, injustamente, han recibido. Es posible que en la raíz de todo ello haya una incontable multitud de miedos, castigos y malos tratos, soledad, incomprensión infantil, juvenil, que tratan de sacudirse a balazos para librarse de todo ello y libremente sentirse por encima del bien y del mal, justificando así odio y rencor. Pienso que en estas situaciones caminan juntos un complejo nunca vencido de inferioridad, que ha provocado el consiguiente de supremacía y rebelión. Han recibido males sin cuento —incluidos los mimos —, y con males quieren pagar para cumplir así con una justicia divina por la que se creen llamados a actuar. Genocidas, terroristas, criminales, iluminados, todos ellos, y los que he procurado omitir se alzan como justicieros para imponer castigos, humanos y divinos, en nombre de una santa voluntad, una voluntad que no les ha llovido del cielo.

Los grandes papones cuando se ven en peligro se disculpan — no es que pidan perdón —, es que culpan a otros, quedando ellos siempre inmunes y exentos de toda responsabilidad. Papones hay — en el gobierno y en la oposición, en las iglesias y en las aulas —. Hay papones viejos, maduros, jóvenes y niños que ya en la primaria se encargan de asustar, perseguir, maltratar y humillar a sus propios compañeros.

Hay papones que para protegerse tienen guardaespaldas o políticos de discurso tabernero, fácil que, cuando hablan provocan la risa del bufón; así, ufano el papón, mira para su manada de colegas alardeando de su ingenio; provocando el matonismo del guiño de ojo y la risa histriónica del asustado. La risa del papón, también es fruto del miedo y de ahí, la terquedad en lograr su objetivo, porque nunca va a aceptar el verse derrotado.

Hay papones que ensayan sus gestos ante el espejo, dicen que Hitler también lo hacía. La pena es que la raza de los dictadores no se ha terminado. Mueren muchos, pero nacen otros tantos que, más solapados, siguen juntando su corrillo de matones de la palabra o callados «por narices», según el jefe, diga, haga o no haga, ordene o deje de ordenar.

Esperando estamos todos el abrazo de Valladolid —que no el Vergara—, que se van a dar todos aquéllos que años atrás pusieron al señor presidente de la Generalitat, «escondido en un maletero», a caer de un burro. ¿Te gustaría presenciarlo? A mí no, porque no quiero morirme de vergüenza ajena. España necesita un museo de la risa, un risódromo, porque ni papones ni taberneros nunca van a faltar. El papón necesita al tabernero, y el tabernero se presta, por un rato, para hacer el papón en el Congreso de la Nación.

¡Qué cosas, yo siempre he esquivado y desconfiado del silencio de los papones, de las copas y de las tres palmaditas en la cara del alcalde, dadas por otro tabernero!

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