Diario de León
León

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Es una pregunta que nace tras constatar que lejos de repudiar la mentira por ser el antónimo de la verdad, supuesto valor del alma humana, la acomodamos e, incluso, la defendemos. Es posible que tengamos que recurrir a la etapa de la infancia, cuando funcionan a tope el pensamiento mágico y el pensamiento concreto, para encontrar ciertas claves que nos iluminen sobre la cuestión.

Me refiero a los «engaños» que se suministran entonces (que viene el coco o el hombre del saco, se ha ido al cielo, a los niños los trae la cigüeña, etc., etc.) y que sirven para que el niño vaya aprendiendo a distinguir la fantasía de la realidad, así como la existencia de los tabúes.

Lo mismo ocurre con los cuentos (y ya no digamos las mitologías y buena parte de las religiones) relatados a los niños que no tienen la intención de engañar, de mentir al infante (aunque no cuentan la verdad), sino más bien de ofrecerle una versión, un andamiaje que les permita reconocer sus fantasías y sus miedos, manejarlos y salir airosos de la prueba. Se procura que el cuento «acabe bien».

La persona o personas que lo relatan son, habitualmente, de plena confianza y, además, terminan diciendo: «y colorín, colorado, este cuento se ha acabado», declaración que separa la ficción de la realidad. Al niño, sin embargo, le cuesta diferenciar ambos conceptos. Bueno, y al adulto también. Es en ese espacio líquido que separa la fantasía de la realidad donde el adulto tiende o pretende realizar la fantasía, o fantasear la realidad.

El adulto, incluso, bendice la mentira cuando la califica de piadosa. Vamos, casi, casi una bienaventuranza. Lo hace, sin lugar a duda, con una intención purificadora, suavizante o redentora; en todo caso, pretendiendo facilitar una mejor digestión de la realidad.

Pero el «poso» de la mentira, la matriz del engaño persiste durante toda la vida. Y en ese poso, en ese sustrato de la no verdad contrastada, pero elevada a verdad por conveniencia o defensa ante la angustia del vacío, es como se las arregla para salir adelante.

Existen muchas clases de mentiras empleadas con fines protectores, de evitación de castigos o en aras de lograr una mayor estima personal, por ejemplo. Otra cosa es el empleo de la mentira «pura y dura» que pone de manifiesto la intención del mentiroso de obtener un beneficio a costa del otro, que también se da con mucha frecuencia en las relaciones humanas.

Uno se pregunta si la mentira está «biológicamente» implantada, es necesaria y hace parte de la esencia misma del ser humano. Puede parecer una pregunta sin respuesta, pero dado que es observable en muchos animales el uso del engaño o de la mentira (ejemplo: gritar alertando de un peligro grave cuando otro individuo de su misma especie se dispone a comerse una fruta apetitosa, el cual pone los pies en polvorosa huyendo del peligro anunciado, dejando la susodicha fruta, la cual recoge apresuradamente el mentiroso, pues del peligro anunciado, nada de nada), cabe pensar que el humano, animal al fin, no va a ser menos.

La cultura ha tratado de «civilizar» ciertas conductas y ha tratado de que se ajusten a un modelo determinado de comportamiento ortodoxo, seguramente para evitar el posible desmadre individual que, utilizando la inteligencia, el egoísmo, la envidia y la mala leche, pudieran enturbiar la deseada convivencia.

El individuo puede mentir, eso seguro, porque está en su naturaleza, pero la sociedad no puede ni debe, por principio y por higiene, hacerlo. El resultado entre las tendencias individuales transgresoras y la imposición de la sociedad valorando como bien preciado la verdad se ha creado un conflicto latente y persistente. Lo mismo ocurre con otros valores, como la justicia. A la tendencia del individuo a «tomarse la justicia por su mano», la sociedad crea la justicia objetiva, proporcional, etc.

Una sociedad civilizada, avanzada, necesariamente justa, si pretende sobrevivir en paz y orden, no puede aceptar la mentira como moneda de cambio. Sería como pretender que la locura regulase el comportamiento adecuado de dicha sociedad.

Es posible que una sociedad funcione con falsas creencias o con planteamientos equivocados pues, al fin y al cabo, la ignorancia obliga en cierto modo a buscar explicaciones, a veces acertadas y otras desacertadas. A partir de ahí, esa sociedad buscará cómo encajar sus dudas sobre la verdad.

Puede equivocarse y dar por verdad lo que no lo es, o no pueda demostrarse. Lo que no puede aceptar es que una verdad demostrada se convierta en «otra verdad» diametralmente opuesta a la primera. Es la sinrazón, la locura. Por eso la sociedad crea y dicta normas que sobrepasan los deseos y tendencias de los individuos.

Éstos, sin embargo, tratarán siempre de elevar a categoría de necesidad y derecho sus deseos y tendencias.

Actualmente, en la política española, se da la circunstancia de que individuos unidos en contra de la mayoría social, por una parte, y en contra de la verdad legislada, por otra, pretenden, utilizando la mentira, conseguir el fruto que no les corresponde por mucho que retuerzan los argumentos para tratar de justificar sus tejemanejes. Aducen que sus planteamientos no solo son correctos y necesarios, sino que niegan, sin más, la verdad de los planteamientos de la mayoría.

En caso de que triunfe la mentira, como es previsible, tal como viene sucediendo, las consecuencias pueden ser nefastas, no de forma inmediata, probablemente, pero sin olvidar lo de «sembrar los vientos y recoger las tempestades».

Una vez que el pueblo constate que quienes representan a la sociedad, a través de las instituciones políticas, utilizan la mentira (lo del «cambio de opinión» es otra mentira más) como moneda de cambio para retorcer la Ley y la Justicia a su antojo y conveniencia, tomará nota de ello y procederá en consecuencia, porque lo de predicar con el ejemplo vale, tanto para lo bueno como para lo malo. Y si no, al tiempo, tanto de lo que nos enseña el pasado como lo que nos deparará el futuro.

No me vale aquello de «a grandes males, grandes remedios» como expresión de esperanza de solución, porque ya sabemos cómo puede acabar la cosa. Y como mejor es prevenir que curar, más nos convendría, como sociedad, corregir a tiempo, potenciar la higiene y adelantarnos a evitar los daños del futuro. Es posible que la Mentira sea «necesaria», pero nunca deberá ser considerada por encima de la Verdad.

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