Diario de León

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Solo a los que asan la manteca se les podría ocurrir la idea tan grotesca de convertir una derrota en  símbolo de celebración. Pero eso es, asómbrense ustedes, lo que hicieron los prebostes fundadores de este bicháncano burocrático que se intenta simular con el acrónimo CyL. Porque lo de Castilla y León no se pega ni con cola de Ceylan. Todos las celebraciones se levantan sobre episodios de victoria  para la comunidad que las adopta: . Encontrar placer en el sufrimiento es una enfermedad  y se llama masoquismo y ese parece el talante profundo de esta autonomía dislocada. 

En  su afán de inventar un constructo para legitimar la falacia de la Autonomía de Castilla y León,a los luminarias de Tordesillas, en 1983,  no se ocurrió otra que celebrar la catástrofe de Villalar. Puestos a elegir,  que mejor que el 7 de noviembre de 1230  la fecha en que Fernando, al  que llamaron el santo, fundió en su cabeza  la doble corona de León y Castilla. 

Porque lo de Villalar fue simplemente una derrota militar que  acabó tristemente con la promesa de libertad y progreso que proponía  la revuelta de las Comunidades contra el régimen depredatorio  que intentaba implantar el joven monarca, el que llamaron César, con sus corruptos cortesanos flamencos y la oligarquía nobiliaria nativa. Una derrota que arruinó  fatalmente el derrotero histórico de la emergente nación española  y  la naciente clase media en el preciso momento en que la colonización de América y el dominio de los mares, convertía a la sociedad hispánica en la avanzadilla de la Humanidad.

Responden los adalides del invento que lo que realmente se celebra no es lo que sucedió en el campo de batalla sino las ideas que defendieron los promotores de la revuelta. Rechazo al  aumento  de impuestos para financiar los sobornos a los electores del Imperio y  a la intromisión de extranjeros en el gobierno. Pero lo cierto es que el ejército de la Comuneros fue barrido en Villalar por el de los oligarcas de la nobleza en alianza con la Corona y las cabezas de Maldonado Bravo y Padilla rodaron en el cadalso. 

La patética moraleja de esta historia es que los verdaderos responsables de esa oportunidad fallida, la que nos hubiera convertido en el pivote central del mundo moderno, fue la pasividad de los naturales. Bien por cobardía, bien por ignorancia, los menestrales y pecheros del Reino no se sumaron a la llamada de los insurrectos. Nuestros antepasados de entonces  tuvieron en sus manos la balanza de la historia pero dejaron que la ocasión les pasara por delante de sus puerta sin aprovecharla. La nobleza al contrario si unió a las fuerzas del rey para mantener su privilegios de clase. 

 Los naturales de aquella sociedad de 1520 con un poco de cabeza veían que el señorito que llegaba de Flandes, con su corte de buitres, solo venía a apropiarse de la herencia de su abuelos para invertirla en sus negocios de familia.  Que no era el bienestar de sus súbditos de la Península que le regalaba su madre, la loca, lo que le importaba sino la fortuna de los Habsburgo. Oponerse a ese intruso era un deber tan elemental  que hasta el gañán más zafio debiera entenderlo. Pero el ejército de los Comuneros nunca llegó a superar los diez miel hombres, en un reino con diez millones de súbditos. 

El antiguo debate sobre si las Comunidades fueron una vindicación nostalgia del pasado o una vigorosa propuesta de modernidad no tiene objeto ya. Lo que no hay duda es que fue una revuelta contra Carlos I, y su política de convertir la Cámara del Tesoro de sus reinos de la Península en la caja sin fondo de sus desvaríos imperialistas.  La derrota de Villalar fue ante todo la derrota de los naturales de una  comunidad que estaba en camino de señorear el mundo con sus galeones como hicieron los ingleses más tarde. Pero dejaron que un  iluso, y después su parentela, les llenara la boca de palabras de gloria y las arcas… de telarañas.

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