Diario de León

TRIBUNA

José Mª Rojas Cabañeros
Profesor de Investigación del ISCIII. Miembro de la Junta Directiva de Pie en Pared

La inversión ética de la trampa del diablo

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En otoño de 2015, durante la precampaña de las elecciones legislativas, hubo un encuentro de Albert Rivera y Pablo Iglesias con estudiantes universitarios en Madrid. En el turno de preguntas, un joven les requirió que citasen alguna obra de Kant: ninguno de los dos supo dar una respuesta atinada y algo en mi subconsciente se quebró, anticipando que eso de la «nueva política» no podía acabar bien. Immanuel Kant, pensador y puntual paseante, alumbró las ideas filosóficas, dirigidas a toda la humanidad —dentro de lo que se ha venido a llamar la Ilustración—, sin salir de su Königsberg natal. En el campo de la ética (y moralidad política), Kant propuso el principio del «imperativo categórico», basado en la razón y sin ninguna connotación religiosa o ideológica y que, entre sus múltiples versiones, puede resumirse como «el obrar de aquella manera por la cual se pueda anhelar que se convierta en regla universal y, por lo tanto, obligaría cual norma imperativa y categórica a cada actor de ese obrar»; es decir, una versión formalizada del «trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti».

Decían los clásicos que la mayor trampa del diablo es hacernos creer que no existe. Recuerdo este aforismo cuando observo la actual realidad social y política, especialmente en lo que se denomina ideología woke: una excrecencia neomarxista de las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Estos autores propugnaban el concepto de democracia radical, que supone la muerte de la auténtica democracia liberal; donde la función socialista sería articular un relato de multitud de teselas identitarias y variopintas (incluso contradictorias), induciendo un antagonismo perpetuo como motor revolucionario y, a su vez, negando cualquier derecho o valor moral al que piense distinto y así lo exprese: simplemente se le cancela y proscribe con la etiqueta de fascista/negacionista. La consecuencia es la pérdida de las libertades individuales y el predominio de lo colectivo, es decir: la lógica de la radicalidad termina desembocando en un neototalitarismo que niega la dignidad y valor moral del contrario. Todo ello azucarado en esa trampa diabólica de las buenas intenciones, repitiendo la ingenuidad roussoniana (que llevó al terror de la revolución francesa), en contraste a la visión escéptica de Hobbes que asume la corruptibilidad del ser humano y de todo poder. Esa idea de Hobbes (expresada en su obra Leviatán) es la raíz que inspiró posteriormente, en los pensadores del «liberalismo clásico», el modelo de contrapoderes («Checks & Balances») característico de todo Estado de Derecho.

En las últimas semanas, el presidente Sánchez (convertido hace tiempo en el epítome del wokismo más agresivo), su Gobierno, los diputados y partidos que le apoyan, además de varios representantes de la intelectualidad y medios de izquierda, decidieron tirar a Kant por el lodazal de la máquina del fango. El presidente Sánchez envió una carta a la ciudadanía manifestando que se tomaba cinco días para meditar, pues estaba enamorado de su mujer, Begoña, (algo importante en su entorno familiar, pero irrelevante para la nación) y que ya no podía soportar más los ataques y denuncias que ella sufría por la derecha y ultraderecha. Pasado ese tiempo, y tras una rocambolesca visita a nuestro rey Felipe VI, volvió a reiterar oralmente lo expresado en la misiva, aunque anunciando que seguiría en su puesto y deslizando la intención de acciones legislativas, para evitar, en un futuro, la repetición de ese supuesto acoso judicial y mediático. En su inversión ética del «imperativo categórico», considera que está mal que se cuestione o se denuncien las actividades «profesionales» de su mujer, aunque él y su partido han hecho lo mismo (o peor) con la hermana del líder de la oposición, o los familiares y novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Tal vez, entiende que al ser de derechas no merecen ninguna consideración sus emociones y sentimientos, ni el amor por sus familias y parejas. Es la misma inversión ética que lleva a otorgar a EH-Bildu un «auctoritas» moral para definir la «memoria democrática» frente a las víctimas del terrorismo o conceder la amnistía a los responsables del golpe secesionista de 2017. Esa misma línea de trampa diabólica es la que sostiene los argumentos de voceros y tertulianos pro-gubernamentales, a la hora de descalificar las denuncias por el caso Begoña y que se repiten en dos direcciones. La primera es tildar a los denunciantes como fascistas (etiqueta habitual que la izquierda woke asigna a los que combaten su ideología), como si lo esencial fuera el mensajero y no los hechos; sin embargo, la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, verdad que deberán discernir los tribunales. La segunda vía es la tentativa de invalidar el origen de la denuncia, al provenir de artículos de la prensa digital y no de una investigación policial; pero esa misma izquierda no se quejó cuando las investigaciones de los medios de información fueron determinantes en la resolución del caso Nóos que llevó al enjuiciamiento y posterior condena de Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarín, entre otros, o los casos Gürtel y ERE de Andalucía. Por ese mismo razonamiento, hubiera quedado invalidado todo el asunto Watergate y Richard Nixon no hubiera tenido que dimitir por mentiras (algo impensable en la política española). Siendo lo anterior moralmente grave, es mucho peor, y síntoma de inversión ética, que se pretenda (como trampa del diablo) condicionar al poder judicial y limitar la crítica desde la prensa; pues sin justicia independiente y prensa libre no existe democracia, dado que en la ausencia de contrapoderes es imposible el ideal kantiano de un Estado de Derecho, cuyo deber sea asegurar la libertad de todos sus ciudadanos.

En cualquier caso, señor Sánchez, debería recordar una de las máximas de la prudencia política que seguro subscribiría el mismo Immanuel Kant: no todo lo que se pueda hacer implica que se deba hacer. Por cierto, Königsberg se llama actualmente Kaliningrado y ya no forma parte de Prusia, ni de Alemania, sino que desde 1945 pertenece a Rusia (antes URSS), pero eso ya es otra historia.

La consecuencia es la pérdida de las libertades individuales y el predominio de lo colectivo, es decir: la lógica de la radicalidad termina desembocando en un neototalitarismo que niega la dignidad y valor moral del contrario
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