Diario de León
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León

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La vida es una carrera desenfrenada, y luego vas y te mueres. Así le ha ocurrido a Terenci Moix, considerado el enfant terrible de la literatura española cuando se dio a conocer, allá por la década de los 60, al convertirse en el ídolo de una bohemia que pretendía sacudirse de encima la vulgar caspa del franquismo. Aquel país de andar por casa quedó conmocionado ante un escritor envuelto en un halo de amabilidad y malicia burlona, homosexual declarado, que abría en sus libros nuevas puertas para el conocimiento y disfrute de los placeres carnales. Demasiado inteligente como para tener sentido común, la lengua viperina del catalán, afectada por un eterno deje de frivolidad, no dejó títere con cabeza en esta España absurda de caretas, reyertas y cloacas. Pero desgastado por las cicatrices del tiempo e intoxicado por el humo de ese millonésimo cigarrillo que, como decía otro grande, Oscar Wilde, es «el placer perfecto resumido en un par de minutos», ha muerto rodeado de sus mujeres favoritas: Monserrat Caballé, Maruja Torres y Nuria Espert. Y con un par de gestos que dicen más de una persona que todas las necrológicas oficiales. En primer lugar, pidió un último cigarrillo antes de dar el gran salto, apurando el paquete de Ducados que llevaba su nombre escrito. Y luego, tras la obligada parafernalia que trae consigo la muerte, sus cenizas viajarán hasta Egipto para encontrar descanso en el país que tanto amó. Fustigador implacable de la petardez reinante, Terenci Moix se ha despedido con señorío del lugar de privilegio que siempre ocupó en el banquete de la vida.

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