Diario de León

TRIBUNA

La «verdad» de Juan Pablo II

Publicado por
SEGISMUNDO FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ
León

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SON tantas las biografías, los artículos, los reportajes gráficos y televisivos, los ensayos de todo tipo, e incluso las tesis de investigación histórica y teológica sobre Juan Pablo II: sus enseñanzas y su mensaje -vivido y predicado- y sus andares y gestos espectaculares y ordinarios por todo el mundo que parece inútil y superfluo seguir investigando en busca de novedades que puedan llamar la atención. Pero ¡nobleza obliga!, y las felicitaciones y reconocimientos, los aplausos y las críticas, los comentarios y las variadas interpretaciones son especialmente obligados en este momento de su vida. A ello nos sumamos en estas líneas. Veinticinco años de Pontificado en la Iglesia Católica, como al frente de cualquiera otra institución, no es frecuente. Por otra parte, Juan Pablo II no puede pasar desapercibido por nadie. Católicos o de otras religiones, agnósticos o anticlericales, lo manifiestan habitualmente en todas partes; y a pesar de sus limitaciones físicas actuales, es unánime la opinión de que pasará a la historia como uno de los grandes forjadores del siglo XX, y en consecuencia del presente siglo. Y una vez hecho este reconocimiento, por lo demás simple y casi superfluo, pues no añade algo nuevo, pasamos a la cuestión, que sin duda es reconocida también por políticos e intelectuales, por hombres de ciencia y de amplia cultura. Aunque no sea tan propio de la presa diaria, ni de los noticieros de actualidad, conviene destacarlo alguna vez en estos medios, pues quizá alguno se sienta atraído a profundizar en ello acudiendo a las propias fuentes. Me estoy refiriendo al valor o categoría intelectual de Juan Pablo II, y a dos grandes documentos donde manifiesta ser un gran conocedor de la filosofía reinante y de los grandes desafíos que el pensamiento moderno tiene en sus aspectos teóricos, y al mismo tiempo de la ética, o filosofía moral en su dimensión más práctica y puntual. Ambas facetas del pensamiento son absolutamente necesarias para construir un futuro donde sea el hombre, pensante y libre, y al mismo tiempo responsable y bondadoso, quien dirija, domine y construya la persona humana y la sociedad verdaderamente libre y democrática para todos. Los importantes documentos de su Magisterio aludidos son: la encíclica «Fides et ratio» (14-IX-1998) sobre la relación entre fe y razón, como dos caminos que conducen a la misma verdad, y que lejos de contraponerse, se complementan mutuamente, para bien de todos y de todo. Con este documento corona su pensamiento filosófico, o si se quiere decir al contrario: ayuda a poner bases más profundas, a la vez que más sólidas y unificadoras para el hombre y la sociedad, expuestas ya en la encíclica «Veritatis splendor» (6-VIII-1993), es decir en el tratado sobre la moral o ética fundamental, construida sobre la verdad de la realidad más simple, inevitable y elocuente, que puedan entender todos, y que abra la mente a filosofías más profundas y a planteamientos éticos verdaderamente dignificadores de la persona humana, pero no sólo en la teoría, sino en la práctica más elemental, es decir en la esplendorosa verdad de la vida individual y social, en la que el Papa bucea para ofrecernos razonamientos que dignifiquen a todas las personas, cualquiera que sea su situación vital, social o anímica. Ciertamente su formación intelectual se alimentó con la filosofía tomista, como no podía ser de otra manera, y en la mística de San Juan de la Cruz en sus años de estudiante, pero se consolidó y agrandó, a la vez que se abrió a la modernidad, con los estudios e investigaciones sobre el método fenomenológico de Max Sheler en sus años de profesor universitario, que le harían descubrir la persona como fuente de valores morales. A esto hay que añadir su propia experiencia vital: se queda huérfano desde muy pequeño, ha de ganarse la vida con un trabajo manual, sufre en su propia carne las aberraciones del nacionalismo alemán y del comunismo soviético. No obstante, su filosofía inevitablemente tiene un sustrato tan profundo como incuestionable en aquella frase evangélica: «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Y es que sólo la persona realmente libre puede considerarse que vive como persona; y sólo se alcanza la verdadera libertad cuando se asienta en la verdad de la realidad metafísica y de la verdad moral. Y en consecuencia, la vida social digna de los seres pensantes sólo puede construirse sobre la verdad moral y la aceptación de la realidad, con naturalidad, objetividad, optimismo y responsabilidad. «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo» empezó proclamando y proponiendo a todos los creyentes y hombres de buena voluntad hace veinticinco años. Con la perspectiva que nos dan ya estos cinco lustros de su Pontificado, se puede afirmar que ha sido él, quien ha ido por delante con la verdad en su fecundísimo magisterio, predicado, escrito y testimoniado con la propia vida. Sin duda su fe profunda y comprometida, su amor a Dios, y en consecuencia a los hombres, han guiado sus pasos para testimoniar una santidad verdadera y una evangelización auténtica, comprometida con los grandes valores, los únicos valores, que forman al hombre, refuerzan las familias, y consolidan las auténticas democracias. Juan Pablo II se enfrentó a una iglesia postconciliar con necesidad y deseos de renovación, pero desorientada en algunos sectores, y con mano firme y segura ha ido poniendo las cosas en su sitio: abierta al mundo y a todas las realidades materiales y humanas, pero centrada en Dios y orientada a la santidad de todos los verdaderos cristianos. Se encontró una iglesia con grandes y verdaderos santos que reconocer y aplaudir, pero sobre todo a los que rezar e imitar; y con bastantes defectos, históricos y actuales, de los que aprender y rectificar, incluso pidiendo perdón públicamente. Acogió una iglesia con grandiosas y excelentes y a la vez exánimes instituciones eclesiales, pero con una fuerza desbordante que él se encarga de revitalizar y potenciar. También hay que añadir a este breve bosquejo, lamentable pero esperanzador, a tantos cristianos apocados o «escondidos» en ocasiones, y otros tradicionales y simples cumplidores de prácticas religiosas, que él intenta denodadamente, y por todos los medios que le es posible, mover a una verdadera santidad de vida más arraigada en la oración y los sacramentos, pero más comprometida en todos los campos de la vida social: enseñanza, política, economía, ciencias, mundo del arte y de la cultura, etc. Se trata, pues, de un sucinto muestrario de campos donde ha querido que resplandezca la verdad. Nos queda volver al que motiva estas líneas de homenaje: su apertura al mundo de la intelectualidad científica y filosófica, al campo del pensamiento y de las ideas, que están en el sustrato de toda civilización en sus diversas manifestaciones culturales: el tema de la verdad, que está en la base de todo saber filosófico, y de cualquier planteamiento ético y moral. Necesariamente esto supone indagar en el método para llegar a esa verdad, que según Juan Pablo II ninguno mejor que el maridaje entre la fe y la razón. Se pasaron los viejos tiempos de luchas, acusaciones y enfrentamientos, entre la fe y la razón, entre los «científicos» y los «teólogos». El pensador, el filósofo, el intelectual, el perfecto conocedor y oteador de los «signos de los tiempos» pasados y atractivas y unificadoras, profundas y gratificantes, para dignificar verdaderamente al hombre, y para construir una sociedad donde impere la verdad, única fuente generadora de paz, tolerancia y bienestar humano y social.

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