Una mala opinión

DA IGUAL que paguen justos por pecadores: el caso es cobrar. Transparency International, más conocida por TI, ya que seguimos en el siglo de las siglas, ha hecho público el resultado de su Barómetro Global de la Corrupción. Son los partidos políticos la institución más corrupta a juicio de los españoles, según este curioso sondeo en el insondable mar de la inmoralidad, seguidos muy de cerca por los medios de comunicación y por el sector empresarial privado. Así es si así os parece. Pero cabría preguntarse si se incluyen en las estadísticas a los políticos honrados que abandonaron profesiones mejor remuneradas y menos sujetas a constantes avatares y a periodistas decentes e independientes que jamás cobraron un euro fuera de los que les pagan sus empresas. ¿Les han metido en el mismo saco? Si es así deberíamos saber quién es el hombre del saco. ¿Se incluyen en el mismo montón a los políticos tiroteados en la nuca a pesar de llevar escolta y a los que practican el transfuguismo? ¿Forman en las mismas filas los periodistas expertos en la difamación o los que ponen el cazo y los que murieron cuando informaban como corresponsales de guerra? ¿No repara nadie en esos empresarios que dan trabajo a centenares de personas y empezaron por arriesgar su capital? Todo el mundo puede hacerse una opinión, mala, regular o buena, de cualquier gremio numeroso. Incluso los políticos, los periodistas y los empresarios tienen derecho a elaborar la suya acerca del más numeroso de los colectivos, que es el de los encuestados. Es verdad eso de que la fama nos importa a todos porque es un juicio ajeno que anteponemos al nuestro. Sólo algunas personas le dan más importancia al qué diré que al qué dirán. Antes de dejar de fumar definitivamente, Terenci Moix nos decía que en el tiempo actual se es popular por no ser absolutamente nada, y encima parecerlo. Lo cierto es que quienes han alcanzado cierta popularidad están expuestos a ser juzgados por las gentes que no la alcanzarán nunca. Tienen el derecho a hacerlo. Y debieran tener la obligación de distinguir un poco.