Diario de León
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LA NOTICIA de la muerte de Antonio González-Guerrero (Corullón 1954-Madrid 2004) me golpeó a mediodía del seis de diciembre en un cibercafé de la plaza Figueira de Lisboa. El riego sanguíneo se me asambleó en la testuz y las extremidades se trocaron en glaciales a la deriva. Me costó digerirlo. Las ediciones digitales de los periódicos le consagraban dadivosas su sección de cultura. El teléfono móvil no tardó en tintinear excitado. Colegas y amigos comunes de la Unión de Escritores y Periodistas Españoles, de la Casa de León en Madrid o de la tertulia literaria Arco Iris me rescataron de la ignorancia y el desánimo. Toñín siempre tuvo una mala salud de hierro; nadie esperaba que el de la guadaña le venciera emboscado en el puente de la Constitución. De Antonio es imposible hablar con desapasionamiento, aunque se ambicione. Querido por sus amigos, temido por su brillantez y la agilidad punzante de su pluma, y antipatizado por algunos de sus colegas, generalmente aquellos que más le deben en el campo de la poesía, nadie ha podido, con objetividad probada, poner en tela de duda su talento y su aportación artística. En una palabra, lo que ha hecho de él un poeta personalísimo y con voz propia, un escritor amplio y cabal que conoce a la perfección los secretos de la Musa. Capaz de sorprendemos con un poema social en toda regla, «Lucifer tiene nombre de caballo», o con un verso místico que nos acerca a los dioses de tan humano. Señalar que González-Guerrero ha cultivado la ambigüedad con una cierta holgura resulta una obviedad insoslayable. De él ha dicho recientemente Luis Artigue que «era el poeta herido del exilio leonés». Pero no subrayar de seguido que, siendo como es el poeta un «niño puro aún» -Valentín Arteaga dixit-, la propia necesidad de supervivencia requiere ese cinismo lúcido o lúdico, sobre todo frente a la trivialidad y el compadreo. No percibir eso con una nobleza y generosidad, aun relativas, constituye, insisto, refiriéndome a quien me refiero, un absoluto disparate. Porque no querer ver la claridad donde la hay a raudales es como negar la vida sin siquiera asomo de duda o arrepentimiento. Más que ambiguo, Antonio es -era- un luminoso y placentero insolente; es decir, un hombre que practicaba la moral de la reflexión y la renuncia. Y si desde sus primeros libros, nos avecina y se aproxima vertiginosamente a la muerte no es por capricho o por desgana; lo asimiló de Séneca: «La muerte es el imperio de la libertad». Libertad que, a la manera de J.V. Foix, él pone como un grito en cada poema. En resumen, no son los mecanismos de defensa lo que de este berciano emprendedor, heterodoxo, libre, auténtico, transgresor y sagaz más interesa, sino por el contrario lo verdaderamente importante es la certidumbre de hallarnos ante un hombre leal, íntegro y abnegado que convirtió su vida en una entrega total a la literatura. Si hubiera que resaltar una característica en la obra de Toñín, urgiría insistir en que es un poeta de múltiples registros que ha dominado como nadie la métrica y la musicalidad del verso. Cada libro suyo, en efecto, aun siguiendo las pautas maestras que él ha impuesto a su obra y que hacen que la reconozcamos en cualquier latitud con la misma seguridad con que reconoceríamos, valga el ejemplo, un lienzo de Velázquez, constituye siempre una nueva aportación en el quehacer literario. No es que cambie el estilo, que el suyo es definitivo y propio, lo que cambia es la urdimbre, la temática, el modo de ejecución, la laboriosidad artística en definitiva. Así si Amalu r era por excelencia su libro amatorio y Poemas del corazón ausente un regreso a las raíces, a esa ruralidad mágica y arcádica que Antonio tanto amaba, lo primero que salta a la vista en El país de la nieve , -su obra más emblemática, según mi humilde criterio y de cuyo prólogo me encargué en 1997- es la conjunción misteriosa entre el lenguaje y la memoria. Y ello porque «mientras viva el lenguaje vivirá la memoria y seremos más fuertes que el retumbar del trueno». Memoria de los ritos y la tribu, de los dioses del Valle y la escritura en la piedra. Habría que volver a La lentitud de los buey es de Julio Llamazares para encontrar una poesía tan universal de lo nuestro, tan sugerente y pura. No se trata, por descontado, de hacer odiosas comparaciones, y mucho menos en estas tristes circunstancias, sino sólo de dar fe de dos de los mejores libros que haya proporcionado León en los últimos años. Luego vendrían Tomaré nuevamente la palabra , Pentagrama de junio o el audaz e irreverente Catulo en Malasaña . A Toñín las musas casi siempre le encontraban afanando en su máquina de escribir electrónica del paseo de las Delicias madrileño. Una poesía alejada de todo barroquismo y con la que Antonio se entregaba al encanto evocador de su trazo más genuino, poderoso y cabal; voz de un poeta que alcanzó hace mucho tiempo la plenitud y la mantuvo con dignidad poco común. Estas, en definitiva, son unas simples líneas de urgencia para atenuar el dolor de la ausencia ya irreparable. Releyendo ahora algunos de los versos de Cantata en re menor para una despedida , que compone el epílogo de El país de la nieve (Endymion Ediciones) me doy cuenta que Toñín los escribió como testamento: «Cuando venga el otoño, si es que llega temprano,/ loaré a los dioses con la más bella antífona,/ y pediré perdón por si hubiera en mi pecho/ guerra y puñal amargos para el amigo triste (...) / Os confieso que amé hasta la locura/ esta patria, esta gente, este paisaje. /Negadme, si queréis, la sal y el vino,/ pero dad tierra aquí a mi esperanza (...) / Dejadme descansar, dejad que vuelva/ antes del zarzagán, que abril me llama;/ y enterrarme piadoso, en el otero:/ el Burbia como druida, y el sol por epitafio. Repose en paz Antonio González-Guerrero, poeta de culto. Que la tierra berciana te sea leve y el tránsito despejado, mi amigo.

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