Prosperidad con imperdibles

LA MITAD de los españoles no sale de vacaciones. Habrá algunos que no quieran, otros que estén sometidos a una enfermedad, y nos faltarán los que no pueden tomar vacaciones por razones de trabajo profesional, pero muchos de estos españoles no salen de vacaciones por la sencilla razón de que carecen de recursos para asumir los gastos que lleva consigo el viaje y la estancia. A pesar de que la mitad del país no está de vacaciones, la realidad virtual que aparece en los medios de comunicación, incluido este periódico, es la de que la inmensa mayoría está inmersa en los preparativos o, simplemente, ya se encuentra disfrutando de la brisa de las playas o del frescor de las noches serranas. El efecto que esta sanción generalizada produce en el que no puede irse de vacaciones debe de ser terrible, porque lo encuadra, no en la mitad del padrón, sino en la rara excepcionalidad, tan rara, que linda en lo extravagante. Nuestra prosperidad cierta, pero sujeta con débiles imperdibles y frágiles chinchetas, aparece virtualmente con una potencia exagerada. Parece que aquí todo el mundo cambia de modelo de automóvil cada dos años, posee una segunda vivienda, dispone de la convencional batería de electrocacharros, y la estabilidad de sus ingresos es tan firme como la roca de un acantilado. En realidad, algunos restaurantes a los que voy también lo creen, si tomamos como prueba el precio de la carta, y los panaderos de boutique siguen cobrando en algunos modelos entre 150 y 200 pesetas de las de antes por una barra de pan que, hace cinco años, costaba muchísimo menos de la mitad. Y existe un termómetro, que no suele fallar, nada ritual, que es el número de impagados de los bancos. Cuando se deja de pagar la hipoteca, la letra de cambio o el recibo, no es porque nos hemos ido de vacaciones, por un despiste: siempre es porque se ha caído una de las chinchetas, unos de los imperdibles de nuestra quebradiza prosperidad.