Diario de León

TRIBUNA

Laciana también está en Linares

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HAY CIUDADES a las que uno llega con cierta predisposición por recordarle los aires mineros en los que servidor pasó niñez y juventud, dispuesto a tomar vida en la vida de sus moradores. No importa el momento, siempre resulta saludable volver a beber de las raíces en las que uno se hizo más poesía que poeta. Esto me sucede con Linares, un pueblo al que llegué en la adolescencia a través del verso y las tarantas proveniente de Laciana, de la mano de uno de sus ilustres vecinos; un poeta que hubo de emigrar a Barcelona, José Jurado Morales, pero que siempre tuvo a su tierra en el corazón como uno también tiene a esa cuenca minera lacianiega, aunque viva en el Sur. El paso de los años ha servido para vincularme todavía más al lugar que ya es patria de mis sueños. Si el ferrocarril fue vía de comunicación y puerta de entrada a inmigrantes de los más diversos lugares, atmósfera que revitalizó la vida social en aquella época, lo que espigó en culturas de convivencia y cultivos vanguardistas, también la sufrida voz, de los valerosos mineros entre los que hay algún leonés, se convirtió en estela armónica, donde llenar soledades y vaciar silencios, con la emoción de una taranta. Fueron productores de un arte que sólo se da en estado linarense, un estilo de cante flamenco único y singular, difícil de ejecutar fuera de este aire, porque hasta el aire lo purifica. El objetivo del concurso nacional no admite dudas, nace con unas ideas de autenticidad e ingenio sin precedentes, rechazándose todo cante modernizado, recitales intercalados en el mismo, así como el floreo abusivo de la voz, puesto que todas estas innovaciones -según los cronistas de la época- atentan contra lo genuino de las tarantas mineras. También el concurso nacional de entibadores que se viene celebrando todos los años coincidiendo con las fiestas de San Roque de Villablino, nos traen esos vientos que no deben perderse. Quizás, a este evento por si mismo, habría que darle un protagonismo mayor. El minero se lo merece. Se me ocurre un pregón que haga historia de nuestra historia minera, un premio literario que cante las hazañas nobles de la minería en la cuenca, o cualquier otro evento que contribuya a enraizarse con el lenguaje singular de estos héroes que han sembrado una cultura propia, paralela a la ganadería. También el minero lacianiego tiene sus cantes propios, algunos de los cuales yo recogí en la adolescencia cuando un tren de mina, el Jaimito, me llevaba al Instituto, desde Cuevas del Sil a Villablino, al despuntar el alba, regresando en el ocaso. Sin duda, las nuevas generaciones agradecerán la conservación de tradiciones que nunca será suficiente el evocarlas. Con los mineros de Laciana aprendí que el verso es una lágrima que se traga en el tajo cada día y que la poesía es un corazón que sale de las entrañas mismas de la tierra. Cuánta poesía renace en el aire, como esa letra de taranta que me trasladó a Villablino, recordándome aquellos momentos de lo que pudo haber sido y no fue, o quizás si lo fue: «Nací de nuevo aquel día/ y nunca podré olvidarme/ se hundió aquella galería/ y un minero por salvarme/ dio su vida por la mía». Bajo la soledad de tantas minas cerradas, recuerdo aquel bullicio que percibo hoy a través de las fotos que me acompañan el silencio de un rincón en el que escribo a corazón abierto, y como aquella otra taranta, yo también digo: «Qué bonita es una mina/ con sus jaulas colgando./ Le dan al regulador,/ los mineros van bajando/ a la voluntad de Dios». Por la ventana oigo el rasgueo de una guitarra y la voz de aquellos bravos trenes de minas a vapor; es el quejío de un tiempo que no vuelve atrás, pero que nos resucita vivencias que tampoco podemos relegar. ¡Ay!, la mina; quién la pudiera cantar como la cantó aquel minero antes de perder su vida y ganar el cielo. Por si alguien lo pone en duda, confieso que algún día volveré de incógnito a la mina con los bolsillos repletos de sueños, a sembrar mis penas con los poemas escritos en plena adolescencia, algunos de los cuales dormitan en revistas que ya no existen, semanarios inolvidables como Aquiana (del Bierzo y Valedoras), o en el eco de aquella brisa auténtica que era Radio Juventud de Ponferrada, donde descubrí que la palabra y la voz me nacía como el Sil, con las sales cristalinas de la pureza y los soles de un verde azul transparente.

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