Diario de León
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ANTONIO CASADO
León

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DOS IMPULSOS se cruzan a la hora de formar criterio respecto a la tragedia de Melilla, donde cientos o miles de jóvenes africanos esperan la ocasión de saltar la alambrada. Uno es la defensa del territorio. Otro, la solidaridad humana. El primero lo compartimos con todos los individuos del reino animal. El segundo es propio de los seres humanos. Como uno ya tiene una edad, y no va a cambiar a estas alturas, se queda en progre trasnochado pero se apunta al segundo, si es que ha de prevalecer uno de los dos cuando se trata de hacerlos compatibles. Por muchas razones, todas ellas a la medida de la persona. La primera es que estos subsaharianos a la espera del salto son víctimas de un orden mundial injusto, el que deja la miel a un lado y las moscas al otro, lo cual desencadena una dinámica imparable, tan difícil de impedir como lo puede ser la ley de la gravedad o las corrientes marinas en función de la temperatura de las aguas. Eso nos sitúa frente a nuestro propio cinismo cuando elogiamos la globalización como palanca de la modernidad. Si se globalizan los capitales, las empresas, incluso el poder político, ¿por qué no han de globalizarse las personas? No estoy propugnando una política de puertas abiertas o de papeles para todos, porque nada tiene sentido si escapa al principio del orden. Pero me repatean las alusiones al «efecto llamada», la «debilidad» del Gobierno de la Nación o la falta de colaboración con Marruecos como forma de quitarse de encima un problema que, por suerte o por desgracia, desborda a las fuerzas policiales, la capacidad gestora de las autoridades o el mayor o menor grado de colaboración del país vecino. Últimamente se está abriendo paso el recurso al «efecto llamada» como explicación cerrada del problema migratorio. Y me temo que se considera efecto llamada el mismo hecho de que, por ejemplo, un guardia civil arrope a una embarazada o los voluntarios de las ONGs sirvan bocadillos a los que acaban de entrar en territorio nacional de aquella manera. Pues, ¿qué quieren que les diga? Si se considera efecto llamada el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos, ya sé de uno, al menos, que no está dispuesto a mover un dedo para impedirlo. «Sólo faltaba que hasta las ONGs les ayudaran», oigo decir a uno de los gladiadores de la radio matinal, estupefacto porque, al parecer, entregaban guantes a los africanos antes de enfrentarse a la frontera espinada. Bueno, estos voluntarios de las ONGs no son gendarmes, ni políticos. Son simples seres humanos que reconocen en otros seres humanos ese mínimo denominador común que nos hace iguales: la dignidad. Eso no lo puede derogar ninguna frontera, ninguna política migratoria.

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