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TRIBUNA

ETA: cedan las armas a las leyes y al sentido común

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A los 21 años ya era, como otros muchos funcionarios policiales, carne de cañón en Bilbao. Allí perdí la inocencia, la paciencia y algunos de mis mejores amigos bajo las parabellum homicidas. En 1980, sin duda el año aciago por antonomasia, le dimos tierra a una treintena de colegas de los cuerpos de seguridad asesinados a lo largo y ancho del País Vasco. A los de la Científica nos aguardaba, además, la dolorosa carga de levantar con el juez los cadáveres y los restos esparcidos por el efecto de la metralla criminal. Había que trocar las lágrimas en cubitos de hielo que enfriaran el corazón para seguir adelante. Era preciso enterrar a los muertos con precipitación y sin publicidad. Los clérigos no se demoraban demasiado en oficiar la semiclandestina misa funeral. El vacío de poder, el abandono y el desamparo institucional campaban sin traba ni medida. El Estado estaba extraviado y tampoco se le esperaba. Los ministros del ramo llegaban en helicóptero a las pseudocapillitas ardientes de trastienda, imponían la medalla tardía y oprobiosa, soportaban el chaparrón y se repatriaban sin demora a Madrid por si les pillaba el golpe militar mensual fuera del despacho oficial. En ese escenario endiablado, la paz de los cementerios se imponía inexorablemente. Ha transcurrido un cuarto de siglo y más de mil muertos le dan vida a los cipreses arrogantes de los camposantos. El anterior Gobierno logró éxitos policiales sin precedentes en materia antiterrorista. De justicia es proclamarlo a los cuatro vientos. A pesar de todo, la cepa del problema social subsiste ahora como en 1980 e incluso antes. 150.188 ciudadanos votaron en las pasadas elecciones vascas de abril a opciones políticas que congenian de una u otra manera con los terroristas, sin computar los que carecen de edad suficiente para meter el sobre combativo en la urna. Una recientísima encuesta de la universidad del País Vasco, de la que hay que suponer rigor y erudición, acreditó que el 63% de la población de Euskadi no está descontenta con la actual situación. Es evidente que nadie puede ser condenado simplemente por sus propios pensamientos. Lo contrario sería una barbaridad en un estado democrático. A un terrorista o a un activista de la reactivada kale borroka se le detiene, se le juzga y se le recluye, si procede, en prisión por sus acciones delictivas. Qué hacemos, sin embargo, con quienes no rebasan el apoyo moral pasivo o la papeleta fraticida en época electoral. Cómo hemos de reaccionar frente a esa mayoría silenciosa que nunca apretaría el gatillo pero que se beneficia política y personalmente del contexto fanatizado. ¿Metemos a varios cientos de miles de personas en presidio? Como queda de manifiesto, la solución policial, aún poseyendo un altísimo grado de efectividad que ha llevado a la banda etarra contra las cuerdas, corta la zarza pero deja la raíz en permanente efervescencia. El Gobierno de Zapatero está pidiendo árnica y paciencia con sus planteamientos aprobados por el Congreso, este aspecto es importante subrayarlo, para acelerar un final dialogado del terrorismo si se dieran las circunstancias propicias. Y es que a la violencia desatada le ocurre como al nogal silvestre, que no deja crecer nada provechoso bajo su sombra alargada sino se actúa con esmero en el propio tronco, en la floresta y en el terreno. El ejemplo de Irlanda del Norte se encuentra esperanzadoramente instalado en el ánimo de todos. Estar preparado en la vida es importante, saber esperar lo es aún más, pero aprovechar el momento adecuado es la clave del éxito y de la existencia misma. Después de la masacre madrileña del 11-M nada es igual; la sociedad no le perdonaría un atentado mortal a ETA. Transcurridas apenas tres semanas de la matanza del 7-J en Londres, el IRA renunció a la violencia. Creo, y es una postura personal alejada de la candidez y los paralelismos, que la paz puede estallar en Euskadi. La necesidad y el agotamiento de la banda y de la geografía vasca lo aconsejan. Así las cosas, y aunque pueda estimarse inverosímil, la reciente colocación de sendos artefactos explosivos en el polígono periférico de Ávila y en la central eléctrica abandonada de Zaragoza, obedecen seguramente a un desesperado movimiento estratégico para no perder el factor psicológico-intimidatorio ante el llamado «impuesto revolucionario» y, de paso, rentabilizar la exigua capacidad operativa de que dispone de cara a un eventual cese convenido del terror. A pesar de los pesares, no resulta descabellado otorgar a priori ese plus de confianza al Ejecutivo de Moncloa, trazando, eso sí, una clarificadora hoja de ruta que respete la normativa vigente, observe la dignidad de las víctimas y señale la ausencia de precio político y de nuevas artimañas tácticas como las de Ávila y Zaragoza. Todo ello no debe ser óbice, sin embargo, para que la policía siga investigando y practicando detenciones, los tribunales juzgando a los terroristas y a sus envalentonados cachorros, las prisiones recibiendo a los que sean condenados y el gobierno, como acordó la Cámara Baja, realizar prospecciones indagatorias que conduzcan al conocimiento real del estado de la banda y sus cabecillas para su posterior desactivación política dialogada, de acuerdo a la Carta Magna y a las leyes. El dolor de las víctimas hace necesario, para no mancillar su memoria, el cese previo de las armas, de las bombas, de la extorsión y de las algaradas callejeras. Cedant arma togae nos dejó sentenciado para los anales Cicerón, y quizá a estas alturas algo manido, en su conocido De officiis . Es decir, que las armas callen en favor de las togas, de las leyes... y del sentido común, se podría añadir sabiendo, como la mayoría de los contribuyentes, que a menudo es el menos común de los sentidos. En cualquier caso, la razón es hija obstinada del tiempo.

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