Diario de León
Publicado por
ENRIQUE LÓPEZ GONZÁLEZ
León

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WILHELM von Humboldt, fundador de la Universidad Humboldt de Berlín, en 1808, gestó el modelo de Universidad Pública, aún vigente en todo Occidente. La dotó de autonomía y creó unidades de investigación y docencia para organizar la relación entre profesores y alumnos. Diseñó una estructura que consideraba ideal para rendir grandes servicios al Estado y reivindicó el decisivo papel de la sabiduría, en tanto que virtud esencial para una nación. Su reclamación de Libertad y Autonomía para el acto universitario, de todos modos, no constituía un acto innovador. La vieja Universidad Española, con gran antelación, había formulado idénticos principios. Nada extraordinario aportó Von Humboldt, excepto apostar por la homogeneización política, tan escasa por entonces en los territorios germánicos, por la homogeneización, a su vez, científica y tecnológica del pueblo alemán, como método más eficaz para protegerse de la dominación por otras potencias. Asunto de gran importancia si se considera que por aquellas fechas el Estado Militar Prusiano, sumiso a Napoleón, humillado, atravesaba por una fase de extraordinaria flaqueza y escasa autoestima. ¿Se sostiene en pie dicho modelo? No conviene pasar por alto que era un modelo contradictorio, cuya autonomía era invocada porque de ella se deducía mejores resultados globales para el Estado, para el poder político con un proyecto homogeneizador. Se suponía con gran criterio que en un clima de Libertad, profesores y alumnos, rendirían mejores servicios al Estado y a la nación. Desde entonces, han pasado 200 años, dos siglos, la humanidad ha evolucionado mucho, se han producido grandes transformaciones científicas, culturales y tecnológicas y el rol que jugaban las estructuras educativas consagradas a la educación superior están expuestas, propiciando incluso, como no podía ser de otro modo, a dichos cambios. La isla universitaria, consagrada a la creación y transmisión de saberes ha sido sacudida por un gigantesco tsunami tecnológico y social que afecta, sobremanera, a la propia estructuración del conocimiento, asunto al que se le dedica una muy débil atención. Las paradojas han estallado, son muy visibles, y no pueden ser despachadas con argumentos corporativos, funcionariles, a los que tan proclives somos en el entramado universitario -y confieso mis pecados- o haciéndonos los distraídos. Llevamos un siglo distraídos. Las sucesivas reformas universitarias, alumbradas por el Régimen surgido de la Transición, han estado consagradas a devaluar la autonomía universitaria hasta dejarla irreconocible. La denominada Ley de Autonomía Universitaria tenía entre ceja y ceja, precisamente, todo lo contrario, subordinar la Universidad al poder político y amputar en todo lo posible su autonomía intelectual, orgánica y material. Han sido reformas, aquella y las sucesivas, que siendo tan necesarias han contribuido insuficientemente a crear futuro para nuestra institución y mejorar nuestros resultados como estructura que crea conocimiento y que transmite saber y educa. Y si antes hablaba de paradojas es porque la prístina misión matricial de transmitir saber de la institución universitaria tiene que competir con numerosas iniciativas, muchas de ellas transnacionales, de indudable interés, de gran eficacia, con reconocimiento social, que compiten abiertamente con la vieja supremacía cuasi-monopolística de nuestras instituciones. Si se contempla la evolución de las universidades que acumulan mayor reconocimiento a escala planetaria, en Estados Unidos y el Reino Unido, se observa que están evolucionando, adaptándose en unos casos y liderando los cambios en el resto, hacia universidades que ponen el acento en la complejidad, mutando a instituciones/aplicación, instituciones/laboratorio, en oposición a simples instituciones/transmisoras, tarea que ha sido asumida y reabsorbida por las tecnologías y un reguero interminable de entidades. La educación superior ha dejado de tener sentido si no está asociada a la consecución de objetivos de transformación bien identificados e imbricados en las necesidades reales de alumnos y profesores y del cuerpo social que la sostiene. Nadie discute que se aprende experimentado. Nuestra especie aprende experimentado, haciendo, y es así para todos los casos. La Universidad española, sin embargo, sigue estancada y estructurada para enseñar hasta el punto de parecer desentenderse de la experimentación, que correrá por parte del alumno como parte de su segundo periodo de formación, esta vez, si tiene suerte, en la vida real. Nuestro sistema educativo es anacrónico, muy costoso para la comunidad y mucho más por los individuos al tener que dilatar todos los procesos de acreditación. Educar en abstracto, sin los pies en el suelo, no es un modelo para la Universidad que se avecina y que es ya un hecho. Las nuevas estructuras de educación superior, las que están surgiendo, las que ya están naciendo, se consagran a lo concreto y específico, son entidades con objetivos de uno y otro signo que atraen alumnos y profesores para sus proyectos, son entidades enfocadas a los resultados materiales y a la expansión del talento de los profesores y estudiantes que se incorporan al proceso. Cuando abandonan las instituciones son expertos verdaderos, experimentados, y líderes en los distintos ámbitos. Es un salto cualitativo espectacular. Sin experimentación, sin subordinación al talento de los propios alumnos, sin talento, competencia y motivación, entre las personas que componen la estructura universitaria, sin realizaciones, la Universidad que hoy conocemos no puede sobrevivir. Nuestros sistemas de selección de profesores y alumnos, nuestra organización interna, nuestros sistemas de financiación y de responsabilidad, nuestro marco jurídico e institucional, nuestros propios estatutos, nuestras estructuras materiales están en las antípodas de lo que debiera ser. Tenemos un problema. En las XXIV Jornadas de Gerencia Universitaria celebradas en la Universidad de Jaén a finales del pasado octubre, patrocinadas por la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), a la que fui invitado para presentar la ponencia «La Universidad, ¿cuece o enriquece?» (accesible en http://www.ujaen.es/serv/gerencia/jornadas/), me extendí sobre el tipo de Universidad que queremos ser y el modelo de gestión que más nos conviene. Los resultados estructurales de la Universidad Española son deprimentes en general y la Universidad de León no es una excepción. Las elevadísimas tasas de abandono, las matriculaciones autoengaño (en la que se engañan las familias, los alumnos y la propia universidad) que disimulan un abandono encubierto, los extenuantes recursos de tiempo y dinero que se consagran a la obtención de un título (7 años como media) y la discutida utilidad social de las acreditaciones que expedimos, son datos objetivos que forman parte de ese gran cuadro clínico en el que se ha convertido la Universidad Pública Española. Una Universidad que hace y deshace, que reforma, el poder político, a su gusto, con nula intervención del propio cuerpo académico. ¿Las reformas tendrían más calidad si fueran diseñadas por el propio cuerpo académico? Tampoco lo creo. La propia Universidad ha abdicado de la tarea de pensar su misión, su función. Nadie lo hace y en España no se hace. Es la historia de la ceguera.

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