Diario de León
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L as reiteradas noticias en los medios de comunicación sobre la problemática escolar nos proporcionan una excelente ocasión para reflexionar en torno a los «acontecimientos consuetudinarios que acontecen en la escuela». Entendiendo la escuela en su sentido amplio como sistema educativo, es decir como la forma en que un país organiza y da forma a la educación e instrucción de sus ciudadanos. Pues bien: en estos últimos tiempos la noticia escolar por excelencia es, paradójicamente, la violencia en las aulas y en los contextos anejos. ¿Cuáles son las causas de este fenómeno que nos ha sorprendido y se ha convertido en la estrella del capítulo de sucesos de los medios de comunicación? ¿Antes no había violencia? ¿Qué hemos hecho mal los padres y los educadores? ¿Acaso es la política educativa la responsable? La verdad es que no hay una única respuesta ante las cuestiones planteadas y las diversas respuestas se entretejen como una enredadera unas dependiendo de otras, formado una tupida red que es difícil de desentrañar. Sin embargo, aventuraremos algunas hipótesis explicativas del fenómeno, fundamentalmente las relacionadas con el mundo educativo institucional y la intervención de los poderes públicos en la educación. En España en los últimos veinte años hemos tenido siete leyes de Educación contradictorias y todas sin desarrollarse plenamente, mientras en otros países con una ley tienen la referencia durante veinte años o más. Esta inestabilidad de la normativa educativa se traslada a los profesores y a los centros que viven situaciones de incertidumbre y caos añadidas a las referencias sociales y a sus influencias, que incrementan aún más la situación de dependencia de ambos aspectos: legales y sociales. En el fondo de todo late la vieja disyuntiva de las dos culturas, o sustrato filosófico-ideológico que sustenta la idea de educación y que se traduce en legislación, normativa y prácticas diferenciadas e incompatibles si no se integran: educare para alumnos que son tabula rasa, o educere para alumnos que ya poseen los saberes y hay que hacérselos visibles; reproducir o transformar; liberar o reprimir; russeaunianos o escolásticos; optimistas o pesimistas pedagógicos. La corriente intelectual racional-positivista o de racionalidad técnica está basada en la razón y en cierto pesimismo pedagógico, propugna rutinas instructivas estables, difíciles de cambiar, basadas en lenguaje experto, en el esfuerzo y en la instrucción con valores morales tradicionales, compactos y seguros y cierta huída de lo pedagógico. En los centros educativos se traduce en un currículum denso, muy estructurado, búsqueda de la instrucción, profesores competenciales y niveles de disciplina altos y bastante rígidos; la violencia tiene prontas consecuencias y se ataja desde sus inicios. Opuesta a ella aparece la racionalidad práctica, típica de los años noventa, basada en los hechos, en el optimismo pedagógico a ultranza, en el aprendizaje lúdico y por impregnación, apoyada en la teorías del romanticismo alemán del siglo XIX y en los presupuestos rousseaunianos del Buen Salvaje. Los niños son buenos por naturaleza y es la sociedad y la propia escuela la que los pervierte con sus enseñanzas, por ello lo importante es el cambio, la innovación, la educación no se puede sistematizar; aparece lo que se ha llamado jerga específica pedagógica, hay que negociar el currículum con los alumnos y adecuarlo a sus intereses, con valores laicos de alta incidencia y altas dosis de relativismo moral. En los centros se traduce en permisividad, currículum variable, negociado, profesores mediadores, valores multiculturales y plurales, difusos inestables y contingentes, crítica y contestación social a los valores que sustentan los profesores, alumnos con niveles de disciplina bajos o inexistentes y dificultad para sancionar conductas disruptivas. Un ejemplo de esta línea lo tenemos en el enunciado de la disposición final 1ª.5 de la LOE de mayo de 2006: «las decisiones colectivas que adopten los alumnos, a partir del tercer curso de la educación secundaria obligatoria, con respecto a la asistencia a clase no tendrán la consideración de faltas de conducta ni serán objeto de sanción¿». La violencia en las aulas es consecuencia directa de la adopción por los gobiernos y por la sociedad de la racionalidad práctica como guía en una especie de sobrerregulación educativa relativista, tanto de las escuelas como de la sociedad. Pero también lo es de la sociedad que ampara y aplaude tales prácticas, que se traducen en enfrentamientos entre dos sectores que teóricamente persiguen el mismo fin: padres y profesores. Los primeros con actuaciones amenazadoras para los docentes en la línea de la permisividad hacia sus hijos; los segundos dando por perdida la batalla, buscan una huída de los centros en busca de la administración o la jubilación. Un tercer sector, en el que nos encontramos, también tiene una dosis de responsabilidad en el tema: los expertos, que acomodados en sus confortables ghettos académicos no participan, no se relacionan y no aportan soluciones desde la investigación y no se implican en las cuestiones sociales de actualidad, mirando desde su torre de marfil el desarrollo de los acontecimientos. Naturalmente a los alumnos violentos también les cabe su parte de culpa en este asunto por aferrarse a los extremos sociales, legales y educativos. Pero los temas educativos no deben terminar en análisis por muy elegantes que éstos sean teóricamente. Vemos que los problemas escolares derivan de que la escuela se ha quedado sola defendiendo un pensamiento fuerte donde los valores y la ética tienen un lugar prioritario. La justicia ya ha tomado parte en el conflicto al proponer que se considere a los profesores como «autoridad» (¿es que antes no lo eran?) y sancionar las agresiones judicialmente en ese sentido. Mientras, la administración sigue anclada en el pensamiento débil y pasa de puntillas sobre el tema, y los académicos lo miran distantes. ¿No sería posible llegar a un consenso social, administrativo, académico y educativo que terminase, o al menos redujese, los episodios de violencia escolar? Basándose en las aportaciones de la investigación, determinar de forma general consensuada, para todas las autonomías un documento, llámese Reglamento Orgánico de Centros, o bien modificando el actual, en el que se establezcan las normas con claridad y se cumplan también? Se trata de integrar esas dos culturas en un gran pacto escolar. Evitaríamos el evasionismo actual y el que los centros educativos sean, como dice Andy Heardgreaves: «lugares horribles donde trabaja gente maravillosa».

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