Diario de León
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León

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SE DICE que los escritos permanecen y que las palabras las lleva el viento. Pero, ¿qué sucede con las imágenes? También se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero si a éstas el viento las lleva, posiblemente también se lleve las imágenes, aunque un poco más lentamente. Sin embargo muchas de las ciudades más emblemáticas y conocidas adoptan alguno de sus monumentos o de sus símbolos para construirse, representarse y anunciarse en el exterior: la Catedral en León, la torre Eiffel en París, el Big Ben en Londres o la Estatua de la Libertad en Nueva York. Las imágenes de las ciudades bien podrían ser objeto de estudio, de sesudas ponencias o tesis doctorales por el esfuerzo que han realizado para conseguir ser el símbolo de la ciudad que las alberga, por la cultura común que representan y por la simplificación y síntesis de su contenido que supone la imagen de cada ciudad. Y es que la imagen contiene en sí misma un poder de evocación distinto para cada persona, para cada lugar y para cada momento. Por ello, su riqueza desborda los argumentos lingüísticos y nos introduce de lleno en un mundo de emociones y no de razones. Las imágenes delatan modelos de pensamiento de quien las usa, funcionando como estructuras organizativas del pensamiento y como referentes del corazón. ¿Cuáles podrían ser las imágenes emblemáticas de Astorga? Lo que sigue puede ser discutido y discutible; sin embargo la visión particular del corazón y circunstancial presenta lo que sigue entre una luz de alborada y las rubianas de la anochecida en un perfil a la vez soñado y evocado. Primero habría que distinguir las imágenes derivadas de objetos reales y las imágenes derivadas de objetos abstractos, conceptuales, simbólicos. Entre los primeros, Pedro Mato por su altura privilegiada de vigía de la ciudad podría representarla al reflejar en su mirada las vegas del Jerga y del Tuerto como fecundo pararrayos defendiendo un territorio propio cual gallina que cobija a sus polluelos. No menos representativo se me antoja El Palacio de Gaudí, por su condición de museo y por su tamaño y coquetas formas: se diría que es una bombonera colmada de chocolates con forma de vírgenes románicas que usan en sus rezos y procesiones nocturnas cotidianas las cruces procesionales, los diversos adminículos sacros de las vitrinas dejándolos cuidadosamente expuestos antes de que el museo abra sus puertas para que los visitantes puedan degustar el contenido cada mañana. También el palacio podría representarse como un delicado capricho construido en hielo inmaculado sobre una enorme llanura blanca, guardado por el enorme dragón catedralicio protegiendo su doncellez y su hermosura fría e inalcanzable. Podrían disputarle el título de imágenes de la ciudad la pareja de maragatos que encaramados en el suntuoso balcón del Consistorio astorgano llevan con dignidad el peso de los siglos intentando despertar a los habitantes de la ciudad con su tañer horario, advirtiendo sin mucho éxito del inexorable paso del tiempo que marca las horas y los días de los humanos, presurosos camino de la nada. La muralla que engalana la ciudad cual brazalete circundante de su cuello y sus brazos, y a la vez la muestra orgullosa y distante en perspectiva caballera mirada desde la Era Gudina o Fuente Encalada, la abraza amorosa en la cintura de sus jardines y sostiene maternal y tierna muchas veces los fuegos artificiales con que la engalanan sus hijos en las fiestas. Pero si Astúrica Augusta es ante todo una ciudad romana, su imagen se reflejaría en alguno de los mosaicos de las ruinas conservadas en la plaza de San Bartolo, con cenefas de teselas bordando primorosos jeroglíficos en las túnicas de sus habitantes cenando en el triclinio en las misteriosas noches de agosto. Las mantecadas de Astorga que han proclamado su nombre en tantos trenes camino del Levante y del Poniente debieran fundirse tomando la forma de la cabeza de las mujeres que las ofrecen incansables en la encrucijada de caminos que confluyen en Astorga, siendo sus brazos el camino de Santiago y la Ruta de la Plata. El chocolate podría erguirse moreno y majestuoso reclamando para sí también la imagen de la ciudad: serían sus tabletas duras y negras en una envoltura amarillenta o marrón, festoneada de cursis y anticuados bordes con dos maragatos en el centro de un cuadrado infantiloide, tierno, desfasado y nonagenario. Pero Astorga ha sido siempre una cuidad levítica; cualquiera de sus calles recorridas por una o dos siluetas con negra sotana, sombrero de teja y viento del Teleno que agita los ropajes de los clérigos cuyas manos sujetan un libro de horas con la formidable fortaleza del Seminario como fondo, podría convertirse en la imagen de la ciudad por lo cotidiano y familiar de sus elementos. Existe un segundo grupo de imágenes que podemos asociar a la ciudad, pero que su representatividad es más discutible. Se trata de modos metafóricos de construir la realidad ayudando a expresar aquello que no puede expresarse fácilmente con palabras. La ciudad como una dama madura con rostro de muñeca y cuerpo menopaúsico que se debate entre el pasado y el futuro. La ciudad también podría considerarse un gran cuartel donde la férrea disciplina de otros tiempos ha sido amansada y adaptada por generaciones postmodernistas que consumen su tiempo militar entre los cigarros de maría en los servicios y los desfiles de uniforme por el patio de armas y las calles más céntricas de la ciudad en conmemoraciones señaladas. También podemos considerar la ciudad como una gran iglesia donde ofician solemnemente ritos paganos y religiosos, alternativamente, sabios y pétreos sacerdotes diocesanos en una vasta nave central mientras en las capillas laterales sestean los fieles entre el incienso y la mirada indulgente de imágenes presas en sus hornacinas. La ciudad como una añosa y perezosa tortuga con el caparazón enmarcado por las murallas y largas patas que han ido creciendo en los barrios permitiéndole un movimiento arrullador y lento arrastrando mansamente su historia y mirando al devenir. Astorga es también una gran escuela donde el director, desde el consistorio, vela para que los escolares de las diversas aulas, catedralicias, monacales, comerciales, sociales, con sus profesores al frente, asistan puntualmente a las citas de clase y no prolonguen excesivamente los recreos. Finalmente, la ciudad en fiestas se asemeja a un gran teatro que ha iniciado una función alegre aunque con fondo tristón, melancólico y clásico que espera la apoteosis final del tercer acto encendiendo unos fuegos de artificio que la hagan resplandecer y brillar con fulgor desde el horizonte lejano de los visitantes que se irán satisfechos de la sala de butacas cuando caiga el telón.

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