Diario de León
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ANTONIO PAPELL
León

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MANUEL Marín se va de la política, probablemente acuciado por sus propias circunstancias personales, convencido de que ha tocado techo y comprensiblemente molesto por el anuncio oficioso de que, de ganar el PSOE las elecciones, José Bono será propuesto para ocupar la presidencia de las Cortes. En la política desde 1977, Marín fue un brillante negociador del ingreso de España en el entonces Mercado Común, competente comisario europeo, vicepresidente de la Comisión Europa con Jacques Delors... Y ha desempeñado con acierto la presidencia del Congreso en la legislatura más turbulenta de la democracia. Un magnífico currículum que merece el elogio al servidor público, al político íntegro, al administrador cabal del Estado. Más allá del aspecto formal de la retirada de Marín, quien al parecer piensa involucrarse en las organizaciones de Al Gore sobre el cambio climático, resulta interesante un aspecto de sus declaraciones de despedida: aquél en que, en tono reprobatorio, el todavía presidente de las Cortes critica que no se haya sabido separar el debate político del debate institucional, y que, en definitiva, prácticamente todas las instituciones del Estado estén saliendo perjudicadas de la crudeza sin precedentes de la actual confrontación entre partidos. Con toda evidencia, Marín se ha referido preferentemente a las cámaras parlamentarias, y más expresamente al Congreso, cuyo reglamento, que ya ha cumplido veinticinco años, ha sido imposible reformar durante esta legislatura a pesar de las buenas intenciones iniciales de todos los partidos y de que el propio presidente intentara por seis veces concertar la reforma, con la que había de lograrse un «aggiornamento» muy necesario para que se produzca una aproximación real de la asamblea a la sociedad real. Pero el ámbito probablemente más asolado por la irreductible enemistad entre el Gobierno y la oposición ha sido el judicial, que, aunque teóricamente independiente, está estrechamente vinculado al poder legislativo a través de la designación parlamentaria del Consejo General del Poder Judicial y de los miembros del Tribunal Constitucional. Como es bien conocido, hace ya más de un año que ha expirado el mandato del CGPJ y todo indica que no habrá consenso para renovar el Tribunal Constitucional cuando proceda sustituir a magistrados de designación senatorial a final de año. A esta obstrucción culposa se añade el intento descarado de manipular desde la política las decisiones del Constitucional por el inaceptable procedimiento de recusar magistrados con fútiles pretextos, lo que ha ocasionado una turbulencia escandalosa. Muchos pensamos que los jueces y magistrados implicados en el desaguisado no son inocentes porque los políticos hubieran tenido que plegarse a una potente llamada al orden de estos profesionales jurídicos -en forma de dimisión unánime, por ejemplo- que han hecho mal asimismo al aceptar asimilarse a los partidos que los han propuesto en cada caso, pero es manifiesto que la principal responsabilidad por el destrozo institucional corresponde a los políticos y, en especial, a quienes están al frente de las dos grandes fuerzas estatales. Marín ha propuesto, con buen sentido, distinguir y separar el debate político de los procesos institucionales. Evidentemente, éste es el camino. Pero para ello sería necesario que los responsables de aquél tuvieran altura de miras suficiente para reconocerse a sí mismos y a los adversarios capaces de trascender del interés concreto y directo para que prevalezca el interés público y general, el interés del Estado. Estamos muy lejos de semejante umbral. La presidenta del TC, que ha hecho unas pertinentes declaraciones a la prensa para protestar contra los «intentos intolerables de desestabilizar» el TC, ha hecho ver que «el destino del Constitucional es el destino de la Constitución». Podría amplificarse el aserto y convertirse en otro aún más grave: el destino de las instituciones es el destino del Estado. Parafraseando a León Felipe, no habría que jugar con él como quien juega al escondite.

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