Diario de León
Publicado por
CARMEN BUSMAYOR
León

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EN VILLAFRANCA, su pueblo, a media mañana, con las campanas de la Colegiata volteando a misa, el domingo anterior a año viejo, en un momentáneo o duradero despegue de las nieblas que se adhieren al alma, cuando españoles, especialmente leoneses, y argentinos nos hallábamos en vilo ante el secuestro en Somalia de las cooperantes de Médicos sin Fronteras, Mercedes García y Pilar Bauza por parte de un grupo armado, me golpeaba la noticia de su muerte. Mis preguntas entonces iban de un amigo a otro del grupo que con nuestras mochilas bastante ocupadas por los ángeles de la admiración nos dirigíamos a los confines de El Bierzo. A Ramón, al grande y gran Ramón Carnicer Blanco hacía más o menos una década que la enfermedad había hecho mella en su cuerpo y también en su ánimo, circunstancia que lo llevó a vivir recluido en su barcelonesa, empinada y hermosa casa de la calle Roca y Batlle en las faldas del Tibidabo, donde con especial cariño fui recibida por él y Doireann, su esposa, en julio de 1994, momento en que la palabra madre hacía ya unos años que había comenzado a apretarme el corazón y ahora me llevaba a la ciudad de La Sagrada Familia. Sí, el grande y gran Ramón Carnicer llevaba mal, muy mal que sus ojos no avistasen las letras, o difícilmente lo hiciesen, y que sus pasos hechos a largos y tortuosos caminos, senderos entre peñascales y viejas carreteras claudicasen. Por eso resultaba comprensible que en sus conversaciones muy a menudo se dejase caer la tristeza y ni siquiera de refilón se vislumbrase ya una alegría duradera. Por eso, justo por eso a los amigos casi no nos sorprendió ni el contenido ni el tono de voz presidente del mensaje grabado por él mismo que envió a la XL Fiesta de la Poesía , en junio de 2006, como signo de gratitud por el reconocimiento que se le otorgaba al bautizar la Casa de la Cultura con su nombre, aunque sí quedamos apenados, condolidos. Sí, quienes estábamos entonces en la Alameda villafranquina, dando crédito a las voces cercanas de los pájaros animadores del poema del mediodía, quienes albergábamos el pensamiento de volver a verlo alguna vez más estuvimos rozando el llanto. Pues se trataba, en realidad, de una despedida; de una despedida un tanto anticipada de la vida, pero de una despedida, debido a que sus palabras, abarrotadas de sinceridad como siempre tomaban forma en una desesperanza irremediable (he tenido la suerte de volver a escucharlas a través de «Onda Bierzo» y revivir emociones un día de estas achampanadas fiestas): no podía volver a Villafranca, a esa Villafranca que tiempo atrás lo había nombrado Hijo Predilecto, nos comunicaba pesaroso, con resignada amargura. Tal declive en su abundante salud fue el culpable también de que en abril del año 2000, cuando fue nombrado doctor «honoris causa» por la universidad leonesa junto con los dos Antonios (Gamoneda y Pereira), sus estupendos amigos, además de Eugenio de Nora, no pudiese asistir al ceremonial y fuese la profesora Doireann McDermott, su esposa, quien leyese su discurso. Dicho esto, me apetece hacer una parada, una especie de paréntesis para airear que guardo cartas de Carnicer, cartas como tesoros. Por supuesto, no son cientos como le sucede a su fraternal paisano Pereira. Menos, muchos menos son mis tesoros, mis cartas , siempre escritas a máquina y con rúbrica manual, algo que no sorprende a sus conocedores. Pues Carnicer era fervoroso cultivador de la correspondencia epistolar hasta que el mal se lo prohibió, instante en que comenzó a hacer migas con el entrometido teléfono, si bien nunca demasiadas. Y vuelvo. El grande y gran Carnicer, grande por su corpulencia, grande por su obra y grande por su humanidad, fue escasa e injustamente reconocido. Si salvamos los homenajes efectuados en su pueblo, el «honoris causa» comentado, el congreso sobre su vida y obra debido al Instituto de Estudios Bercianos en el año 1989 y en el que participó la universidad de Oviedo mediante la publicación posterior de los trabajos, además del proyectado por este mismo instituto comarcal para esta primavera, apenas hay más. Mucho agravio se ha cometido con él. El más reciente ha sido su omisión en el catálogo de escritores que la Junta de Castilla y León ha emitido el año que acaba de concluir. ¡Sangrante! Bien es verdad que ante tamaña injusticia hubo algunas voces denunciantes. Bien es verdad, asimismo, que merecedor era del premio Castilla y León de las Letras y nunca se le otorgó, pese a la categoría incuestionable de sus casi treinta obras, haber alcanzado noventa y cinco años cuajados de frutos y envidiables lucideces y no desvincularse jamás de su tierra. Hombre, ya sé que hubo un amago de este premio autonómico en el año 1991, y que debido a ello, es decir, a que se trató de un amago nada más, surgió un puñado de escritos de terceras personas con ribetes de indignación, incluso se habló de «tufillo a conspiración», tal vez porque Ramón Carnicer nunca tuvo pelos en la lengua, rehuyó cenáculos y maniobras de autopromoción o autobombo . Ramón Carnicer, el andariego del barrio de la Pedrera villafranquina, apartado de la vida arrogante de los sanos en los diez últimos años, el profesor universitario, el escritor, el amigo, el buen conversador, el hombre educado, el hombre bueno ha dejado de pisar el mundo. Eso nos duele, mas no a las estrellas, donde analiza y sueña.

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