Diario de León
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CARMEN BUSMAYOR
León

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UNA LL UVIA necesaria y perezosa barnizaba Madrid. Era domingo, tal establece siempre la RAE para esta fiesta de la palabra insomne, veinticuatro y febrero, o sea, el día anterior al muy codiciado óscar de Javier Bardem y el no menos esperado debate televisivo entre Zapatero y Rajoy. En esta ocasión tan docta, venerable y muy ordenada Casa fue pronta en abrir sus puertas. Quiero decir que no estuvimos una hora en una cola, como sucedió cuando se celebró la junta pública que dio posesión de su plaza de académico a Luis Mateo Díez. Claro que entonces era mayo « Que por mayo era, por mayo,/ cuando hace la calor». Pero, sin duda ahora, gracias a la lluvia y al buen criterio de los organizadores no hubo que poner los pies en ninguna cola, por muy conviviente, magnética o vecinal que ésta pueda ser. Y fue así como fueron accediendo a tan noble salón de actos Úrsula y Antonio Pereira, discurseado al poco rato por el cuento de la rusa que perdía los estribos ante el recitado de la Salve; José María Merino, con premio «Salambó» a los dos días por los «nanocuentos» de La glorieta de los fugitivos; Juan Carlos Mestre, recién aterrizado de Portugal; el autobús entero de la universidad leonesa y el resto. Eso entonces, algo después de que el escultor faberense y profesor universitario en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense, Tomás Bañuelos, me pusiera al día sobre sus últimas colaboraciones en la obra monumental de los tres artísticos López: Antonio López, Francisco López y Julio López, sobre todo con el último. Eso sin olvidar el torso de José Sánchez Carralero, que, como intercambio de obra de artista, elabora en estos momentos. Mas como quiera que el mundo literario me vence, deseo anotar aquí su intervención en el monumento madrileño de próxima inauguración, debido a Julio López, dedicado al inmenso Pablo Neruda, el cual presidirá la biblioteca bautizada con el nombre del chileno autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero volviendo al académico día de Salvador, de Isaac Salvador (qué nombre tan bíblico) Gutiérrez Ordóñez, científico, conforme era esperable, resultó su discurso «Del arte gramatical a la competencia comunicativa», además de ameno y hasta simpático. ¿A qué obedecían si no las tres o cuatro veces en que los asistentes soltamos una muy educada, breve y espontánea risa? Bien, bien por Salvador, elegantemente emocionado, y también por Ignacio Bosque Muñoz, en su sustancioso papel de contestador. Bien también el besamanos, o mejor besacaras con muy amplios abrazos, además de los finales saludos y variados cruces conversacionales entre unos y otros. Que a la mente me viene la imagen del académico Emilio Lledó platicando con José María Merino y también con Josefina Martínez, la viuda de Emilio Alarcos, quien fuera «mentor y guía» del propio Salvador en su etapa universitaria, a cuya entrada en la Academia tuve la gran suerte de asistir. Pues una suerte tremenda fue el poder colarme en aquella ceremonia. Eran mis años de estudiante en la Complutense cuando unos pocos amigos decidimos asistir y, claro, no había más remedio que acudir al cuele, que qué bien nos vinieron entonces los chicos de la prensa. Pues hábilmente nos colocamos detrás de ellos, de manera que cuando los controladores nos dijeron «¿Ustedes también de la prensa»?, sin pararnos un segundo, no nos fuesen a dar el alto y acabásemos con nuestro gozo en un pozo, respondimos al tiempo que avanzábamos: «Sí, sí, también». Debo confesar que la recepción de Alarcos ha permanecido y seguirá haciéndolo viva en mí, por cuanto fue la primera a la que asistí y porque Alarcos era, asimismo, una autoridad profesoral para mí; autoridad que también ejerce Salvador, a quien debo la dirección de mi memoria de licenciatura y el arranque de mi tesis doctoral, junto con su salida hace un racimo de años a las páginas de Diario de León para precisar el lenguaje administrativo, a raíz de una señal de aparcamiento con un texto incorrecto que dio con mi coche en el depósito municipal de los llevados por la grúa. En adelante dicha señal aparecería siempre con un mensaje igualmente breve, pero claro, preciso, desterrando cualquier ambigüedad. Y hasta aquí algo de la fiesta salvadoreña, unido a una posdata alborozadora: abundantes aires en dirección a un leonés de ojos azules, barbado, simpático, accesible, inicialmente poeta y enseguida estupendo fabulador, habitante esporádico de la calle La Torre, además de hermano y padre de poetas avisan que en fechas no lejanas entrará en tan admirada y ansiada Casa. Y eso, sin lugar a dudas, será para nosotros otra alegría sin fronteras. ¿Verdad, Valentín García Yebra, Luis Mateo, Salvador que el nombre de José María Merino entra en nuestro ánimo como una canción?

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