Descubrir monumentos

EL HALLAZGO de un monumento, sea natural o cultural, si se difunde comunicando su localización, desata una oleada de visitas que, en ocasiones, termina en destrucción y vandalismo. Un ejemplo de estas actitudes incívicas lo tenemos en varios cantiles de Tassili, en el Sahara, repletos de pinturas rupestres donde el hombre paleolítico representó a jirafas, cocodrilos, hipopótamos, antílopes y rinocerontes, en una época en la que el desierto era verde y lacustre. Han bastado varias visitas de fuerzas armadas de las Naciones Unidas, dedicadas a controlar la guerrilla islámica, para que una serie de pintadas lamentables, de aquí estuvo Ongó, mi novia me quiere y viva mi pueblo, deterioren el tesoro pictórico africano. En León, conozco varios casos dañinos, de cuevas cuyas estalactitas han sido desmochadas para decorar bodegas y cuyas colonias de murciélagos cavernícolas han desaparecido por pérdida de tranquilidad, o de yacimientos - Lancia, varios castros, sepulturas celtas- convertidas en campos minados por rapiñeros armados de detectores de metales y azadas. No digamos nada de algunos rincones fosilíferos, por Boñar y el embalse de Barrios de Luna, también depredados por legiones de colectores provistos de martillo de geólogo. Es hecho conocido el machaque de los setales de seta de San Jorge en los que, si el conocedor se va de la lengua, arrancan hasta los sombrerillos cuando aún son diminutos botones, del tamaño de un guisante. Ahora que todo el mundo comenta el descubrimiento de preciosos petroglifos en la Maragatería, sus conocedores harán bien en sopesar si conviene dar a conocer el enclave o no, y la primera opción debería condicionarse al control de visitantes. La que se liaría si se divulgase la localización de los abrigos de la Sierra de Gistredo que albergan preciosos grabados, todos en ocre, de manos humanas, soles y estrellas, posible llamada ritual a la fortuna. Mejor que se mantengan los más lejos posible del visitante destrozón.