Diario de León

TRIBUNA

El juego como deporte o el deporte como juego

Publicado por
JOSÉ LUIS GAVILANES LASO
León

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HAN PASADO ya al recuerdo los últimos Juegos Olímpicos, de panem et circensis (pan y juegos era lo que la plebe pedía al poder) y de ámbito ecuménico (o global, como ahora se dice), gracias al milagro tecnológico de la televisión. Pekín le ha entregado el testigo a Londres, para que vuelva a levantar el tinglado en el 2012, afrontando un reto espectacular y organizativo que será muy difícil de superar. Dejando de lado lo de Olímpico, por ser obvia su explicación, juego y deporte si merecen una mínima y modesta reflexión. Es curioso observar lo acontecido en el ámbito filológico de estas dos palabras. El latín tenía una sola palabra que abarcaba todo el campo del juego: «ludus», «ludere» (de donde «lúdico», «ludomanía», «ludópata», etcétera) Pero junto a ella existían «iocus», «iocarí» (de donde «jocoso», «juglar», etcétera), con la significación especial de broma, divertimento, chiste, es decir, lo opuesto a lo serio. Se observa, pues, que «ludus», como concepto general del juego, no solo no ha pasado a los idiomas románicos, sino que apenas ha dejado huella alguna en ellos. En cambio, en todas las lenguas neolatinas, y seguramente muy temprano, el vocablo «iocus» desplazó a «ludus» de su ámbito significativo de juego y de jugar, y, con el tiempo, del juego no serio al serio. El idioma francés ha abarcado más espacio, en vez de «tocar», «juega» («jouer») al piano, violín, etcétera, siendo el único de los idiomas románicos que emplea este vocablo aplicado a la habilidad instrumental de ámbito musical. El juego es un fenómeno cultural consustancial al hombre y al resto de los animales. Platón sospechaba que el juego podía tener su origen en la necesidad de brincar que experimenta toda criatura joven, sea humana o animal. Y Aristóteles apuntaba, más que al intelecto, a la risa como lo que fundamentalmente diferenciaba al hombre del resto de los animales. Las grandes ocupaciones primordiales de la convivencia humana están impregnadas de juego. El juego constituye para el hombre una función tan esencial como la reflexión y el trabajo, pues, oprime y libera, arrebata, encandila, hechiza. Se ha creído poder definir el origen y la base del juego como la descarga de un exceso de energía vital; o un impulso congénito de imitación; o satisfacción de una necesidad de relajamiento; o ejercicio previo para actividades serias que la vida nos pedirá más adelante; o para adquirir dominio de sí mismo; o por algún otro móvil que sirva a alguna finalidad biológica. Etimológicamente, «deportar» o «depuerto» (con el significado de divertirse, entretenerse, descansar, recreo, holganza, fiesta) deriva del latín «deportare» (trasladar, transportar), y aparece por primera vez en un verso del poeta provenzal VII conde Guillermo de Poitiers. En España se registran ya esos vocablos, con el sentido apuntado, en Los milagros de Nuestra Señora, de Berceo, y en el Poema del Mío Cid, en el Libro de Apolonio, y varias veces en el Libro de Alexandre, llegando con posterioridad al sentido moderno de «actividad al aire libre, sala o gimnasio con objeto de hacer ejercicio físico». Pero el vocablo «deporte» presenta bastantes otras variantes de definición que dificultan la precisión para saber dónde empieza y dónde acaba esta actividad humana. Deporte es vocablo que se confunde y a la vez se aparta del vocablo juego. En los juegos de mesa de nula movilidad, el vocablo juego no se intercambia con deporte. No decimos deporte del tute, damas, dados o dominó. En cambio, decimos que fulano juega al fútbol, es jugador o practicante de ese deporte. No se comprende a quien dice que fulano hace juego, y si se dice que es un jugador habrá que decir de qué o, en su defecto, se entenderá que es un profesional o vicioso del juego; pero todo el mundo entiende cuando se dice que fulano hace deporte o es un deportista. En estos últimos casos estamos sumando a la denotación del simple hecho de jugar otras connotaciones o significaciones suplementarias; es decir, atribuimos al sujeto un ejercicio físico continuado, y el respeto a unas normas reglamentarias y a una ética profesional. Para distinguir el hecho individual del colectivo hemos introducido el «deporte de competición» y el «deporte de masas». En los juegos deportivos puede existir el predominio de la fuerza, de la habilidad o de la inteligencia, o la combinación de todos ellos. Siguiendo al infortunado profesor holandés Johan Huizinga (Homo ludens, 1938, siete años después sería asesinado por los nazis), el deporte comienza cuando aparece la competición, identificándolo como «competición organizada», lo cual representa el esfuerzo que ha de realizar el hombre para vencer una dificultad que le opone un contrario, ya sea éste la misma naturaleza en marcas métricas o cronométricas, otro hombre o el azar. Entre las características del juego o el deporte está la tensión y la incertidumbre. En el juego en común o antitético, es decir, de uno(s) contra otro(s), los elementos de tensión e incertidumbre alcanzan su grado máximo, tanto para los jugadores como para los espectadores. El desenlace de un juego o de una competición es importante tan sólo para aquellos que, como jugadores o espectadores, penetran en la esfera del juego. Para estos últimos, por ejemplo, no es indiferente o insignificante que gane Alonso o Hamilton, Nadal o Federer, España o Alemania. Como función social que es, el deporte ha aumentado y variado su significación a medida que la sociedad se ha ido transformando. Competiciones de destreza, fuerza y resistencia han desempeñado su papel desde siempre en toda cultura, ya sea en conexión con el culto, ya sea, tan sólo, como juego de chicos o como diversión en la fiesta. Igual podemos decir de los juegos en que se enfrentan dos grupos. Este proceso es tan viejo como el mundo: una aldea compite con otra, un barrio contra otro...; y tuvo su origen en la Inglaterra del siglo XIX, ante la ausencia de instrucción militar obligatoria que favoreció la ocasión y la necesidad de los ejercicios corporales libres. No en vano los ingleses son los inventores de un buen puñado de deportes. El desarrollo del deporte, a partir del último cuarto del siglo XIX, nos indica que el juego se concibe cada vez con mayor seriedad, que es como decir profesionalidad. Las reglas del deporte se han ido haciendo más rigurosas, máxime cuando el deporte se ha visto invadido en muchas de sus especialidades por el dinero y ciertas sustancias químicas que lo corrompen y desvirtúan como juego. Pero, sin esos ingredientes, ya la creciente sistematización y disciplina de que ha sido objeto le ha quitado al juego deportivo mucho de su contenido lúdico. Este proceso se ha acabado manifestando en la distinción de jugadores aficionados y profesionales, y en el avance demoledor del profesionalismo en los Juegos Olímpicos, cita cuatrianual esencialmente demostrativa del deporte aficionado o sin ánimo de lucro. La actitud del jugador o deportista profesional no es ya la actitud lúdica, pues están ausentes en ella lo espontáneo y lo despreocupado. El deporte se ha ido alejando cada vez más en la sociedad moderna de la pura esfera del juego. En las culturas arcaicas, las competiciones formaban parte de las fiestas sagradas. La conexión con el culto ha desaparecido por completo en el deporte moderno. No obstante, a la desconexión con el culto ancestral ha sobrevenido cierta divinización de algunas figuras del deporte actual, impulsada por los medios de comunicación, grandes promotores de la idolatría, como hemos visto y oído en estos últimos Juegos con el nadador norteamericano Phelps y el velocista jamaicano Bolt. También se da el fenómeno contrario, quien se amarga, e incluso se suicida, ante el fracaso deportivo de su país. En el deporte actual, el juego se ha desbordado de sus cauces; se ha hecho demasiado serio, «trascendental», nacionalista (tanto el de arriba España como el de viva mi pueblo y su patrona, que diría Pérez-Reverte), y el estado de ánimo propio del juego ha desaparecido más o menos de él.

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