Diario de León
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León

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SI ALGO deja a merced de la fatalidad a los seres humanos, eso es la impunidad del crimen. El crimen en todas sus dimensiones, desde la tropelía del político que se convierte en un corrupto, a la del tirano que martiriza a los ciudadanos de su país. Da náuseas pensar en todos los que, ocupando cargos públicos, se enriquecen sin pasar por la cárcel y aterra evocar la figura de personajes siniestros que, como Idi Amin o Pinochet, disfrutaron de una vida larga y confortable.

Guantánamo es una de las principales vergüenzas de este siglo y qué curioso resulta comprobar que el anterior Gobierno y un ministro del actual coinciden en echar tierra sobre el asunto de nuestra colaboración en las escalas de los aviones americanos, y cuando digo colaboración me refiero a la de todos, pues no olvidemos que ellos son quienes nos representan a los ojos del mundo. Lo de tapar la infamia es algo que siempre se nos ha dado bien a los humanos. Ahora nadie recuerda que en su día los grandes representantes de la industria germana enviaron una carta a Hindenburg pidiéndole que nombrara canciller de Alemania a Adolf Hitler y que esos consorcios no sólo no han desaparecido, sino que siguen fabricando muchos de los bienes que integran nuestra vida doméstica: subimos constantemente a sus ascensores, atornillamos con sus taladros y nos comunicamos con sus teléfonos de última generación.

Sí, es cierto que ocasionalmente la Ley cae con todo su peso sobre algún desalmado, pero las más de las veces la hiena sigue riendo en la selva. A las víctimas, incluso las colaterales, sólo les queda el resentimiento y una vasta incredulidad. Vaya donde vaya, la sombra del rufián seguirá ocupando un lugar de privilegio en su memoria. El rufián, que tantas veces viste casaca militar, o luce los atributos de la consagración, sigue su camino impune. Hay que revisar el pasado para advertir cuánto poderoso, tras actuar despóticamente, recibió un reconocimiento póstumo a su oscura labor.

Guantánamo será siempre una cicatriz ominosa en la piel de Occidente. Lo que nos espera, en este mundo de conflagración perpetua, va por ahí: palos a los débiles y lavado de cerebro universal. Capitalismo de cuño duro y sonrisas en los grandes despachos. La impunidad como un astuto ofidio deslizándose por las esquinas: no sólo, recuerden, en los lugares inhóspitos de la tierra (como el Congo, donde todo parece permitido), sino aquí, en las casas, en las fábricas, en las oficinas pulcras y aseadas. La impunidad en manos del esposo agresivo, de las corporaciones invisibles, de los jefecillos que, abusando de su posición, hacen la vida imposible a sus subordinados.

Al final de la memorable L.A. Confidencial, el único hombre incorrupto del departamento de policía de Los Angeles, le explicaba a un colega de armas qué le impulsa a seguir en la brecha: «Siempre he detestado la impunidad -le decía-, no soporto la idea de que un crimen quede impune». Muchas velas recordando a los asesinados se encendieron en su día en Srebenica: otro de esos genocidios impunes. A lo mejor, los últimos héroes que nos quedan son simplemente aquellos que, en un mundo de tinieblas, persisten día tras día en encender esa luz.

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