Si no lo veo…

C orren aires de indiferencia en este frío invierno europeo. Tan centrados vivimos en nuestros propios intereses que perdemos la conciencia de la realidad. Pese a todo, el invierno, por mucho que se alargue, da paso a una nueva primavera.

En medio aún de los rigores invernales aparecen signos preñados de esperanza: el fuerte impulso del voluntariado, especialmente en el mundo juvenil; la sensibilidad creciente ante la justicia y los derechos humanos; el valor de la pluralidad y la multiculturalidad como factor de enriquecimiento humano; la vida digna entendida como necesidad de todo ser humano y no de unos pocos privilegiados; el cultivo de la interioridad y el aprecio de la dimensión espiritual de toda persona, etc.

No resulta extraño que haya personas instaladas en la indiferencia, que se niegan a abandonar el crudo tiempo invernal y que desprecian todo atisbo que hable de primavera. Sin embargo, los signos están ahí. Podemos verlos. Podemos vivirlos y participar de un nuevo tiempo.

Tendemos, hemos de reconocerlo, a maldecir los momentos de crisis, las situaciones adversas; caemos en el lamento fácil y en el deseo de destruirlo todo de raíz, pero sin aportar nada, sin ofrecer alternativas, sin arrimar el hombro para construir desde dentro y mejorar lo que otros, con mucho esfuerzo, nos han legado. Estamos inmersos en un tiempo en el que es necesario ver, tomar conciencia, rastrear los signos que gritan el comienzo de un orden nuevo, de una nueva primavera.

En este domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia, el mismo Jesucristo Resucitado nos invita, como lo hizo con el apóstol Tomás, a «ver», a «tocar» sus heridas que se prolongan en las heridas de toda la humanidad. En ellas encontraremos, sin duda, motivos para salir de nuestra incredulidad y decir con toda el alma: «Señor mío y Dios mío». Desde esta confesión de fe brota el compromiso más radical y serio de contribuir a que resurja la vida. ¡Feliz Pascua!