Diario de León
Publicado por
Liturgia dominical Jesús Miguel Martín Ortega
León

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S on muchos los lugares donde se celebra, con especial veneración y respeto, la presencia realísima de Jesucristo en la Eucaristía. Se engalanan calles, se ponen altares, se adornan balcones y fachadas, se acompaña al Santísimo que sale de los templos para bendecir con su presencia pueblos y ciudades.

Más allá de tradiciones seculares, la presencia sacramental del Señor tiene algunos mensajes que no se pueden soslayar. En primer lugar, su presencia nos invita a una fe viva, no fosilizada; no cabe reducir a Dios a un concepto, ni situarlo en la absoluta lejanía: está ahí, presente, como resultado del misterio más gozoso e insondable, el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En estos tiempos nuestros de sincretismo religioso, tendríamos que destacar que justamente este misterio de la encarnación es lo que singulariza nuestra fe y la hace incompatible con cualquier otra experiencia religiosa. No estamos «dejados de la mano de Dios» como afirman algunos; al contrario, Él está con nosotros, nos acompaña, comparte nuestra vida y hace camino con nosotros; Él mismo se hace pan sabroso que construye comunidad y da vida. Si hoy la Iglesia católica vive en Europa una profunda crisis obedece, en gran medida, al descreimiento en la Presencia Eucarística del Señor. Cuando la vida cristiana no se fundamenta en su presencia, en la celebración del Día del Señor, esa vida se debilita y termina extinguiéndose.

El segundo mensaje deriva del anterior: la celebración de la Eucaristía es lección de amor, un amor que se entrega, un amor que sacia y compromete. Quien come de este pan eucarístico rompe con el egoísmo para salir al encuentro del prójimo: «Dadles vosotros de comer». Lo mismo que Dios nos alimenta, quien comulga el pan de los ángeles está obligado a procurar el pan para los hermanos, compartiendo su propio pan. Sin duda que nos falta fe en el Cuerpo del Cristo; por eso en el mundo hay tanta hambre y está tan escaso el pan.

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