Diario de León

FUNDIDO A NEGRO

Alfaguara y Eolas publican sendos libros sobre la película de un mundo desaparecido, un moribundo al que han obligado a agonizar durante medio siglo y cuyos restos oxida la niebla de la memoria

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The End e Hijos del Carbón abren el otoño editorial para dar fe de la muerte de la mina, una industria cuyos últimos estertores han servido para prolongar las esperanzas de las cuencas y sus habitantes mientras otros se enriquecían con su liquidación. Cecilia Orueta y Noemí Sabugal han bajado al tajo para filmar el final de un modo de vivir y de morir. The End es mucho más que un libro de fotografía. Cecilia Orueta ha filmado las imágenes de la ruina, del cascarón oxidado que ha dejado la explotación de las montañas leonesas. Destaca la artista que el trabajo emana de ese aroma cinematográfico, de derrota de una ensoñación, que el fin de la minería ha dejado en los pueblos mineros y en las personas que los habitaron o que continúan viviendo en ellos. «Una historia de 150 años ha terminado y lo que queda son las imágenes de una película que se va convirtiendo poco a poco en ruina y en memoria», manifiesta.

Orueta comenzó a pensar en el libro en el verano del 2018, cuando se cerraban las últimas minas de la provincia de León. «El trabajo real lo empecé en diciembre, asistiendo al cierre de las últimas cinco minas, tres de galería: La Escondida, en Caboalles de Arriba, Salgueiro, en Torre del Bierzo, y Emilio del Valle, en Santa Lucía, y dos a cielo abierto: la de la Hullera Vasco-Leonesa en Santa Lucía, y la Gran Corta de Fabero, en El Alto Bierzo. Para entonces ya había muy poca actividad y quedaban pocos mineros», destaca. Asegura que vivió la experiencia con «emoción y curiosidad». «Como fotógrafa me interesa mucho retratar el fin de las cosas y la de la minería es una historia de 150 años que se ha terminado como tantas otras. Lo que sucede es que la de la minería es una historia trágica y rica a la vez que ha dejado una huella profunda en provincias como León para bien y para mal». Constata que España no le ha pagado a León como merece toda la riqueza que la provincia le ha proporcionado en forma de minerales, energía, agua y agricultura.

La edición de Eolas permite viajar a través del libro como si realmente estuviéramos dentro de una película. Las imágenes, conmovedoras y reveladoras, se acompañan de breves fogonazos en los que los protagonistas desvelan las emociones que el cierre les provoca.

Es el caso de José Manuel Martínez, 33 años y en la pubertad de la mina como ingeniero facultativo —«Pensábamos que nunca iba a llegar este momento. Aunque te vayas mentalizando, como siempre vamos a trompicones y saltando lo que venga… Pero parece que esta vez no hay nada que hacer, porque está todo hecho, todo decidido»— o la de Máximo Álvarez, ‘el Grillo’», superviviente del accidente de la mina La Única, el más grave de la minería leonesa, que se cobró la vida de 14 personas en 1954 —«salió por la bocamina como un volcán una ventolada de fuego que calcinó todo lo que había alrededor... Hace tantos años y no consigo olvidarlo»— voces que se superponen a las que nos revisitan desde la distancia de dos siglos —«El pozo devoraba hombres por oleadas de veinte o treinta y con una boca tan enorme que ni siquiera parecía notar que los tragase»— y que demuestran que la épica es demasiado fuerte como para ser enterrada por palabras tan huecas como transición justa.

Cecilia Orueta nos invita a pasear a través de espacios olvidados por el hombre en los que, sin embargo, pervive como un eco de difuntos la huella de la humanidad; lugares mudos que son como caracolas de sonidos que murieron pero que siguen apelándonos como perros famélicos. «En ellas hay una mirada naturalista que muestra que todo estaba perdido mucho antes de que se anunciara el apocalipsis. Son seres y escenarios condenados de antemano», revela la artista madrileña.

Y es que, según explica, su sensación principal fue la de «abandono»; «si me apuras, de falta de respeto a los trabajadores y a los pueblos afectados por el fin de la minería». Orueta lamenta que las empresas cerraran y huyeran sin mirar atrás, «dejándolo tirado, salvo excepciones. Algo así como lo que hicieron y continúan los países colonizadores en África y América».

Hijos del carbón

Cecilia Orueta tuvo dos cicerones. El primero, Julio Llamazares, el primero que le habló de la mina. «Su novela Escenas de cine de mudo está en el embrión de estas fotografías, sin duda alguna»—. Con él, Noemí Sabugal, la escritora de Ciñera de Gordón que le acompañó por algunos de los círculos del ‘infierno’.

Ella misma es la segunda protagonista de este testamento crepuscular. Está a punto de presentar Hijos del carbón, un ensayo literario con el que desciende a las simas del tajo perdido de toda España. Publicado por Alfaguara, de él afirma Llamazares que «es la historia en negro de este país en el último siglo y medio». Es también la historia de una cultura, de una manera de vivir, de millares y millares de pequeñas historias cotidianas, de millones de vidas rotas o felices, pero vidas todas ellas manchadas y alimentadas por el carbón. En su relato hay pasajes épicos, de grandeza y de miseria, de revoluciones y guerras civiles, de momentos de esplendor y de declive».

Sabugal ha tenido el acierto de vislumbrar una obra que no acaba con el cierre de las minas, sino que empieza a partir de ahí. Once centrales térmicas españolas cerraron durante 2020. El año del virus que quema los pulmones es el mismo que las grandes empresas energéticas eligieron para poner el candado a una industria que posibilitó la entrada de España en el siglo XX.

Tras la clausura, las cuencas se cubren de paro y desolación. Sin embargo, la autora ha querido conferir al análisis de un manto de esperanza. Precisamente es con este sentimiento con el que abre el libro en una declaración de intenciones que deja una puerta abierta a la recuperación de los valles mineros de toda España. El viaje de Sabugal no se limita a León o Palencia. Ha viajado a Cataluña y Aragón, a Asturias y a Galicia, a Teruel... para contar las historias con las que se teje la red del universo del carbón.

Historias como las de José, que tenía una nube oscura en el pecho. —«sus pulmones eran una esponja negra que había absorbido durante dos décadas el polvo del carbón. Había entrado en la mina de guaje, con catorce años, para empujar las vagonetas con el mineral y limpiarlas, para cuidar a las mulas y llevar la comida a los mineros que trabajaban en las galerías más profundas. Cada día, después de caminar varios kilómetros desde casa, llegaba a la mina y comenzaba a respirar el polvo maldito. Así muchas horas al día, muchos días al año, muchos años de una vida que apenas había comenzado. El polvo entraba en los pulmones y mi abuelo, sin notarlo, se iba ahogando poco a poco»— o la de Santos, que salió de la sala de espera de la muerte y se hizo pastor evangélico. La fe, siempre presente cuando la muerte comienza a darte la mano...

Pastoras en la nieve

Cecilia Orueta y Noemí Sabugal han hecho este viaje con las manos entrelazadas. Poesía visual y el relato de decenas de historias que ya eran literarias pero que han sido grabadas en bronce son el tributo que The End y Los hijos del carbón han desentrañado de la tierra.

Ambas supieron al mismo tiempo que mientras una realizaba un libro de fotografía sobre las cuencas de León y Palencia, la otra se sumergía en un viaje literario por los tajos de toda España. «Algunos viajes los hicimos juntas y en el libro cuento que como los proyectos coincidieron, hemos sido como los pastores que se aventuran juntos a través de la nieve que más cubre. Nos hemos seguido las huellas», explica la escritora.

Por su parte, Cecilia Orueta revela que se conocieron a través de Julio Llamazares (su marido) y que el proyecto que ambas habían emprendido las unió mucho. «Hemos coincidido en alguna etapa de nuestros respectivos viajes e, incluso, nos hemos pasado alguna información», revela al tiempo que subraya que Hijos del Carbón es «fundamental» para entender la historia de la minería española.

«Desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma. A veces, ese fantasma tiene nuestros mismos ojos, nuestro mismo rostro, incluso nuestros mismos nombres y apellidos. Pero, a pesar de ello, los dos somos para el otro dos absolutos desconocidos»... Cuando Julio Llamazares escribió Escenas de cine mudo, Olleros de Sabero aún era un poblado minero. Aunque los vientos del norte ya susurraban que el tiempo del carbón se había acabado, la inercia de la economía hacía olvidar que el futuro ya se había producido.

Ahora ya sólo quedan fantasmas. Algunos nos miran desde la distancia de la fotografías, pero otros aún no han adquirido la pátina amarilla de la eternidad. En realidad, todos somos fantasmas porque hemos visto que se puede ver la muerte y regresar. El fin del mundo está demasiado cerca como para que seamos capaces de verlo. Está dentro de nuestras pupilas y nuestra memoria durará hasta que decidamos que no merece la pena continuar como protagonistas de ese instante de la película que ya avanza hacia un silencioso fundido a negro.

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