Diario de León

A DIOS POR LA DANZA

Aunque hoy sean unos de los mayores atractivos turísticos de Turquía, los derviches giróvagos fueron censurados por el kemalismo y condenados por el islam por recurrir al trance corporal como medio para acercarse a Dios. Sin embargo, místicos y laicos de las religiones monoteístas han defendido tozudamente el uso de la danza y la música como elevadores espirituales, enfrentándose a las élites religiosas que mantienen que no se debe llegar a Dios a través de la pérdida de la razón que plantean algunas ceremonias populares

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Tradiciones musicales singulares y ritos ancestrales han sobrevivido a los tiempos pues, todavía hoy, los místicos sufíes levantan la mano derecha al cielo para recibir la gracia divina y la reparten con la izquierda inclinada hacia abajo, mientras giran sobre sí mismos con la cabeza recostada. A través de este gesto consiguen comulgar con Dios, en el sentido de compartir y comunicar. De alguna manera, consiguen romper la barrera entre lo divino y lo humano, dejando de ser dueños de sus movimientos y estando directamente guiados por Él.

Los que hayan huido de los muchos espectáculos para turistas que ofrecen en Turquía y hayan entrado en un monasterio sufí saben que la danza de los derviches giróvagos es solo la culminación de la samá, una larga ceremonia que se inicia con una meditación y que prosigue con el tradicional dhikr que es la repetición colectiva del nombre de Allah. Se invoca al ritmo de bruscas inhalaciones y exhalaciones, llegando a una suerte de éxtasis a través del movimiento y del sonido.

Lo que puede parecer un modo de acercarse a Alá propio del Islam es en realidad una de las formas más vistosas en que la expresión corporal colectiva, la música y el sonido se utilizan para conectar con Dios.

En el Bajo Aragón, cada Semana Santa, la tierra tiembla como dicen las Escrituras que ocurrió en el Gólgota al expirar Jesús. El redoble del tambor y el sonido telúrico del bombo consiguen que locales y foráneos sientan ese vínculo con lo divino que viene desde lo más profundo.

Luís Buñuel describió la ‘Rompida de la hora’ de su añorada Calanda como «una emoción indefinible que pronto se convierte en una forma de embriaguez». La gravedad del bombo y el frenético ruido de los tambores bajoaragoneses han aparecido en algunas de sus películas como Nazarín. No es extraño que recurriera a estos sonidos pues las vanguardias de principio del siglo veinte se caracterizan justamente por apartar los cánones racionales y en particular el surrealismo por poner en el centro del arte lo onírico y lo automático.

Emanciparse de la razón es el anhelo de muchos creadores que han encontrado en el sueño, el subconsciente y la locura su fuente de inspiración. Desde ellos han conseguido indagar en lo humano y definir sus márgenes.

Precisamente eso es lo que hacen muchos coreógrafos y compañías de danza como Bouchra Ouizguen y la compañía de danza contemporánea La Veronal que dirige el español Carlos Morau. ‘Le surrealisme au service de la Révolution’ y ‘Sonoma’ son dos espectáculos que se adentran en ese universo buñueliano. En ambas obras hay una conexión mística y una parte de tradición. Rítmicas castañuelas, gallardas jotas y los tambores de Calanda, todo suena a un Aragón que es cuna de nuestro cine y cuya contribución al surrealismo a través de Buñuel es innegable.

La Veronal vuelve a poner lo irracional y el subconsciente como premisas del arte porque lo más vanguardista es bien a menudo lo que más ahonda en la tradición. Así lo deja claro la obra ‘Sonoma’ creada por La Veronal y cuyo título es un neologismo que mezcla las palabras «sonoro» y «somático», ambos ámbitos necesarios para representar ese trance. En la coreografía personalísima de este grupo de danza se intuyen movimientos de voguing (baile urbano que surge en el barrio de Harlem, Nueva York durante los sesenta de la mano de trans y gais afroamericanos) y variaciones gimnásticas colectivas que recuerdan una rutina de natación sincronizada.Las faldas de las artistas consiguen hincharse y recogerse de la misma manera que lo hacen las de los bailarines en zancos que bajan por las calles empedradas de Anguiano (La Rioja) cada 22 de julio, día de santa Magdalena. O si se prefiere, del mismo modo en que lo hacen las faldas de los derviches giróvagos de Konya.

El misticismo sufí es una fuente inagotable de inspiración para la danza, también para la coreógrafa marroquí Bouchra Ouizguen que ahonda en la tradición al-aita, un estilo musical marroquí cuyo nombre significa llamada. Su primer espectáculo fue ‘Ha!’ (2012) en el que explora la locura a través de la inspiración, la expiración y la repetición que decíamos usaban los sufís durante la invocación de Allah. En ‘Corbeaux’ un grupo de 17 mujeres repite el movimiento de cabeza que acompaña ese grito como si fueran los cuervos que dan título a la obra. Esa sensación de embriaguez colectiva que persiguen consigue alcanzar al espectador. Finalmente, en 2017 la coreógrafa marroquí puso en escena Jerada, tal vez la obra que más recurre a la tradición de los derviches. Los danzantes giran hasta la extenuación, consiguiendo una intoxicación general al ritmo de la música.

Así pues, la modernidad en la danza contemporánea viene en buena parte propiciada por el redescubrimiento de lo aleatorio y lo onírico que en su día engendraron el dadaísmo y el surrealismo. Lo que es una novedad es que hoy lo hagan interactuando con la tradición, dando lugar a lecturas más complejas e interesantes de la creación coreográfica actual.

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