Diario de León

AFGANISTÁN REAVIVA FANTASMAS DEL PASADO

Afganistán cierra su primer año bajo el nuevo régimen talibán reavivando los fantasmas del pasado. Un año en que la incesante pérdida de derechos de las mujeres, el goteo de atentados y las sospechas de cobijar en Kabul al líder de Al Qaeda quedaron lejos de las garantías con las que llegaron al poder

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Una serie de promesas incumplidas desde la toma de Kabul en agosto de 2021, sumadas a la grave crisis económica y humanitaria en el país, no han hecho más que acercar la postura del actual Gobierno talibán a la de su anterior régimen entre 1996 y 2001, conocido por la exclusión de las mujeres y su estricto código social. Pero 2022 también ha estado marcado por catástrofes ajenas al ascenso de los fundamentalistas, como el devastador terremoto de 5,9 de magnitud que se cobró en junio la vida de más de mil personas y dejó unos 1.500 heridos.

Las mujeres y niñas afganas han sido las principales damnificadas. Obligadas a salir a la calle cubiertas de los pies a la cabeza por un burka, excluidas de la educación secundaria y restringidas de la mayoría de empleos, observan cómo el todopoderoso Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio no deja de limitar sus derechos. De poco han servido las numerosas protestas a las que acuden muchas de ellas, que han ido quedando relegadas a pequeños parques o lugares bajo techo por temor a las fuerzas de seguridad, que no dudan en emplear la violencia para cortar de raíz sus quejas. «No hay derechos sociales, el trabajo y la educación también se restringieron, mientras que la participación política, económica y social, especialmente para las mujeres, también está cerca de vetarse», explicó a EFE la activista social afgana Basira Hussain.

Inflexibles, los fundamentalistas apenas dejan lugar a la esperanza entre las mujeres y en las raras ocasiones en que lo han hecho, nada ha cambiado.

Así sucedió el pasado marzo, cuando en cuatro días los talibanes pasaron de anunciar que permitirían el regreso de las adolescentes a las escuelas de secundaria, a recular en su decisión la mañana de la reapertura, cuando muchas estudiantes ya esperaban ansiosas a las afueras de los institutos para entrar. Todavía faltaban unos flecos por pulir, argumentaron, como el diseño de un uniforme acorde a la sharía o ley islámica, las costumbres afganas y la cultura, pero meses después el silencio impera, como sucede con el resto de prohibiciones.

La seguridad del país, especialmente en la capital, ha sido uno de los grandes desafíos de los talibanes este año, en el que cientos de personas han muerto en atentados reivindicados sobre todo por el grupo yihadista Estado Islámico (EI) en mezquitas, centros educativos y otros puntos de encuentro de las minorías religiosas. Los miembros de la minoría chií hazara fueron las principales víctimas de estos ataques, algunos de ellos especialmente sangrientos como el que provocó en septiembre la muerte de 53 personas, entre ellas 46 niñas, y 110 heridos, en un centro educativo de un barrio hazara de la capital. «Ideológicamente no hay diferencia entre el EI y los talibanes, especialmente contra el pueblo hazara. La mayoría de los hazara piensan que los ataques contra los civiles y los centros educativos son obra colectiva del EI y los talibanes», afirmó bajo condición de anonimato, el director de una fundación que apoya a las víctimas de esta castigada minoría. Este director denuncia que los talibanes han borrado por completo de las instituciones a las minorías, algo que sin embargo niega el portavoz adjunto del Gobierno de los fundamentalistas, Bilal Karimi, que insiste que la administración «está abierta a todos los afganos».

A pesar de que los atentados continúan, el portavoz remarca a EFE que el Gobierno talibán «fue capaz de mantener la seguridad en todo el país» y de casi eliminar al EI, que «ya no supone ninguna amenaza para el país».

Estados Unidos acordó la retirada completa de sus tropas en el histórico acuerdo de Doha firmado en febrero de 2020, bajo la condición, entre otros puntos, de que los talibanes evitaran que Afganistán volviera a convertirse en santuario de terroristas como ocurrió durante su anterior régimen.

Sin embargo, la muerte del líder de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri, en un ataque con un dron de Estados Unidos en Kabul el pasado julio atrajo las condenas de Estados Unidos, que acusó al régimen talibán de violar «gravemente» el acuerdo. Pese a que los fundamentalistas afirmaron no disponer de información sobre la llegada y estancia del líder de Al Qaeda en la capital, el suceso supuso un nuevo obstáculo en las conversaciones entre EEUU y los talibanes para el desbloqueo de los fondos afganos, ahondando todavía más en la crisis económica y humanitaria del país.

Y es que el 87 % de los afganos viven actualmente en condiciones de pobreza, mientras que casi la mitad de los 43 millones de habitantes del país padece inseguridad alimentaria, informó a EFE la trabajadora del Programa Mundial de Alimentos (WFP), Marizia Mohammadi. Una crisis que se agravará con la llegada del frío invierno y el consecuente aumento del precio de los materiales para calefacción y de los alimentos, agregó.

En este contexto, el país sufrió un duro revés el pasado 22 de junio, cuando un devastador terremoto de 5,9 de magnitud sacudió el este de Afganistán, sembrando el terror entre las poblaciones afectadas, cuyo aislamiento y pobreza fueron la mezcla que causó la muerte de más de mil personas e hirió a unas 1.500. Una catástrofe que situó de nuevo el foco de atención sobre este país asiático, necesitado de la ayuda internacional, pero que apenas perduró unas semanas, hasta que los problemas de la población afgana volvieron a quedar en segundo plano.

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