Diario de León

Isabel, de Casetas. DAVID CAMPOS. 2024

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Alberto Flecha

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El café lo hago yo, lo compro en grano y lo muelo, y después lo pongo a hervir aquí, en la cocina. A Isabel le cuesta andar, tuvo la polio de pequeña y la operaron de una pierna. Pero se sienta la última, después de habernos servido café a todos. Le preguntamos si no se siente muy sola. Es la última que queda en el pueblo.

Casetas es un pueblo que nació como nacen los hongos después de una noche entera lloviendo. Se llama así porque un día apareció carbón en el monte y montaron las primeras casetas. Llegó la mina y la gente. Y, cuando uno quiso darse cuenta, se habían construido las oficinas y el economato. Y una carnicería y una escuela.

—En los mejores tiempos llegó a haber cuarenta casas abiertas. Y en todas las casas eran unos cuántos—recuerda Isabel.

Sin embargo, cuando nosotros llegamos a visitarla, solo salió un mastín ladrando a recibirnos. Un gato negro cruzó corriendo entre dos casas abandonadas. Si no hubiera sido por el jardín bien cuidado de Isabel, hubiéramos creído que en este pueblo sólo habitan animales.

Isabel ha vivido prácticamente sus ochenta años en Casetas. Lo ha visto todo: lo de los accidentes, aquel de los catorce muertos tan famoso, y los otros, no tan conocidos porque morían menos. Nueve, cinco, uno… Muchos ataúdes circularon por las calles del pueblo. La mina de Casetas, ‘La Única’, era traidora. Un día, de pronto, cerró y todos empezaron a irse.

—Pero nosotros no, nosotros nos quedamos.

A Maxi, su marido, lo retiraron porque le dieron el tercer grado de silicosis. Y se convirtieron en ganaderos. Isabel recuerda cuando iban a Sabero a vender leche. Al principio en burro, cruzando el monte. Así quedó atrás el recuerdo de la mina. También las noches, como una gran campana fría y silenciosa, esperando a que el hombre saliera del fondo de la tierra. Había entrado en aquel pozo con trece años hasta que tuvo que salir de allí con los pulmones podridos.

—Nos conocíamos desde niños. Desde su casa me veía bajar con dificultad las escaleras y siempre venía a ayudarme.

Por el jardín Isabel se apoya en un palo y sonríe. Ahí pasa buena parte del día. Dice que el tiempo entre las plantas es lo que le hace feliz, que no se iría de su casa y de Casetas por nada del mundo. Cuando nos vamos, junto a la puerta pasa otro gato, hay muchos.

—Hay diez—dice Isabel apuntando con el palo—en el pueblo hay más gatos que personas.

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