Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

El muerto anunciado, Martín-Oar

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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SE SABÍA, se sabe, que en las guerras, sean estas de religión o de ocupación los soldados mueren y las gentes de sus alrededores son sepultado entre escombros. Lo que no se ha acabado de entender es que los soldados hayan de morir obligatoriamente, porque según las explicaciones de algunos participantes en el excitante espectáculo que es siempre la guerra, el militar se haga para morir. ¡Qué aberración! El militar, sea profesional o producto de alguna leva, es o debe ser un instrumento benefactor, destinado precisamente para evitar las guerras. Y no se concibe una función protectora o de ayuda, mediante la muerte, porque la guerra es, en definitiva, la negación de la noble condición humana. Morir a toque de corneta siempre parece una ejecución. A la vista, pues, de estos informes no es extraño que muchos miembros de la sociedad se resistan a figurar entre los matadores y aún más entre las víctimas de la guerra. Y, oiga, no es cierto que el hombre haya sido creado para morir con las botas de reglamento puestas y la ametralladora sobre el hombro. El hombre no es, como se empeñó Heideger, un ser para la muerte airada, sino para la consunción práctica de la vida. Una cosa es que nos nazcan para acabar en polvo, aunque sea polvo enamorado, y otra que fuerzas oscuras se empeñen en adelantar el proceso natural de nuestra existencia convirtiéndonos en mecanismos productores de la muerte. Este sentimiento de derecho a la vida es el que nos fuerza a rechazar la pavorosa moribundia nacional, por o cual aparecemos como seres destinados a la guerra y a sus muertes. «Ven muerte tan escondida/ que no te sienta venir/ porque el placer de morir/ no me vuelva a dar la vida». ¡Menos coñas marineras, mi comandante! «Vivo sin vivir en mi/ y tan alta vida espero/ que muero por que no muero»... ¡Y un jamón, Teresa, que al que se muere le entierran... Con todas estas variaciones místicas lo que estamos consiguiendo es la conversión de España, de la jocunda España panderetera en un cuartel general para surtir ejércitos para donde haga falta. Y tampoco es eso. Tampoco puede servirnos de orgullo lo de que «desde la cumbre bravía/ que un sol indio tornasola/ hasta el Africa que inmola sus hijos en torpe guerra/ no hay un pedazo de tierra/ sin una tumba española... Durante ocho siglos nos estuvimos rompiendo la crisma con los moros; en América dejamos la piel y el páncreas; la figura más emblemática de Castilla y León es Rodrigo el de Vivar, que lo mismo alancaba cristianos que infieles y en León, cuna de reyes y de infantas fermosas, lo primero que contempla el peregrino es la estatua de Guzmán, un gobernador fronterizo que cedió su primer cuchillo para matar a su propio hijo, que ¡coño! Ya hay que tener hígados. O sea, que tampoco es para un concierto de gaiteros cuando nuestro ínclito y nunca bien ponderado señor ministro de nuestras guerras, nos anuncia que se van a dictar leyes para que así que las necesidades de la patria del señor Bush lo requiera, sean movilizados todos los hombres, mujeres ancianos y jubilados. Volverán a aparecer en las sagradas parecedes de la patria, patéticas llamadas a las armas: -Españoles! ¡La guerra os llama! -¡Pues que espere!

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