Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Antoñita la anoréxica

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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AÚN PARTIENDO del supuesto de que ya la Reina Cleopatra padecía de la enfermedad de la nalga, o sea de la anorexia, el caso es que Antoñita, hija y nieta del empleado de Banca, también lo padecía con grave peligro de acabar como el perro del Tío Mocazos, con el culo pegado a la pared. Antoñita era conocida en el barrio también por Antoñita La Pija , más que por sus teatrales exposiciones personales por su aspecto. Tenía pinta, aspecto e imagen de Niña Pija : fruto sin duda de su persistente emparejamiento con el espejo a secas. Como lo fundamental para Antoñita era mantener el cuerpo como el de Ingenieros, fino, esbelto, suelto y ágil, precisamente por comprobar si mediante el ejercicio de no comer conseguía una figura capaz de seducir precisamente a un ingeniero de caminos, canales y puertos, como el ministro señor Cascos, la chica se dedicaba a no comer con la misma fruición con que se entregaba al control de su peso en bruto. Cuando los padres de Antoñita, observando la alarmante falta de carne sobre el hueso de su alargada hija tenía todo el aspecto de prolongarse y de incrementarse hasta conseguir la dieta total y permanente, como la burra del Matías (a la cual acostumbró su dueño a vivir del aire de tal manera que cuando ya parecía haber alcanzado la situación límite y perseguida, se murió). Antoñita la Anoréxica todavía no se ha muerto, gracias a Dios y a que el doctor de familia, viendo que la niña se precipitaba hacia la más pura armazón de huesos puros, la impuso un régimen drástico en una residencia para chicas con el problema de la Antoñita. Y fue poco a poco recobrándose hasta que, ya a un paso de la recuperación, volvió a las andadas, considerándose que estaba gorda. Fueron inútiles las advertencias del médico y de los padres, puestos de acuerdo por una sola vez en tan extremado y dramático momento familiar. Antoñita persistía en que la sobraban kilos, en que sus relaciones con Amalio, el chico que iba para concejal de Cultura del Ayuntamiento de su pueblo, estaban a punto de desmoronarse, como las torres de la Catedral, y que si no ponía freno al desenfreno carnal llegaría un momento en que no serviría ni para ser exhibida en una barraca de Feria. El médico, los padres, los amigos del uno y del otro sexo, los vecinos, no cesaban de aconsejar a la Antonia de que no hay mejor espejo que la carne sobre el hueso y que una mujer a la cual el enamorado de turno no tenga dónde agarrarse es mujer para el desgüace y que aquello que padecía era una infección de idiotez transgénica convertida en trastornos de comportamiento alimenticio, y que no fuera imbécil que el comer y el rascar no tenían más que empezar y que ante un bocadillo de jamón de Jabugo, no hay anorexia ni bulimia que se pueda resistir. Me detiene en la calle el Amalio, para decirme que Antoñita la Anoréxica se había dejado morir sin probar bocado y entre convulsiones de dolor me relató los esfuerzos que había llevado a cabo a lo largo y a lo ancho de sus relaciones, auténticamente sentimentales, con la Amalia, cuando en el más alto grado de seducción intentó convencerla de que así, tan escasa de todo, no había relación posible. La respuesta de la Antonia fue como arrancada de un texto griego: «Más vale morir sin carne que vivir gorda». Y el caso es que Antoñita la Pija era una chica guapa y bien cotizada en el mercado.

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