Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

¡No hay para todos!

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN mi pueblo, que se encuentra ya en la raya con Galicia la Varona, eran como eran, como Dios les hiciera, que decía el Mosén coronado Don Rufino, apto para misas menores y para procesiones por la fecha del Patrón, San Jurípulo, el de las Bodegas. Pero cuando sucedió lo que sucedió aquel día de marzo, en el cual se produjeron grandes cambios y transformaciones cuasi milagrosas, la mayor parte de los hombres mayores del pueblo, o sea los más ancianos de la tribu, reunieron a sus mozos para instruirles en aquella novísima aventura que se le avecinaba al pueblo. Porque, decían, ya nada será lo mismo en la región nuestra, ni siquiera la alimentación del ganado, que va por lo transgénico y conviene que vosotros, que tenéis vida por delante, sepáis aproximadamente lo que mejor conviene a la salud del cuerpo y conformidad con la voluntad de Dios. Y todavía se mantenía el eco de las sabias palabras de aquellos hombres mayores cuando comenzó la avalancha de consultas, la multitud de llamadas a todos los timbres, el acercamiento al cacique tutelar, y por seguir la costumbre, el envío de presentes al ilustre y poderoso Señor de los Anillos. Se produjo como una palpitación del mundo y de todas sus criaturas. Y esque todas querían ser tenidas en cuenta para la hora del reparto que inevitablemente se había de producir así que los nuevos señores tomaran posesión de sus cargos, poderes y preeminencias. De esta manera, se pronunciaban algunas frases ilustres: Don Cipriano, a ver si hay algo para el chico, decían algunos. Don Calixto, que tengo a la chica sin hacer para después de los estudios, que se me va de las manos, argumentaban otros. Don Petronilo, que me parece que para el puesto de Pregonero del municipio no hay otro como mi Celiano, que tiene una voz que asusta a los vencejos... Y así uno tras otro, los trescientos habitantes que vivían en el pueblo se echaron rápidamente a la calle, todos ellos en plan pedigüeño, que es que no parecía sino que les había hecho la boca un fraile. Y la respuesta de los ilustres protectores a estas peticiones era recibirles con una sonrisa ancha y prometedora y contestar: « Se hará lo que se puede, Cipriano». «Descuida, que en cuanto me nombren a mí de lo mío, te coloco a la chica en el catastro de la plaza». «Veremos, Calixto, veremos, que la mies es corta y la pajarería infinita». Así se fueron sucediendo los días, las semanas, incluso los meses, porque el tiempo no tiene espera, y la acumulación de solicitantes era tan copiosa que el señor Gobernador Civil se vio obligado a intervenir ante este fenómeno insólito. De esta forma, en algunos de los poblados trastocados por el acontecimiento, las señoras, que son las que ahora tienen influencia verdadera, se habían dirigido a la autoridad competente, con el fin de anunciar que si no se colocaban todos los jóvenes de la parroquia, tendrían que tomar medidas, entre las que se registraban manifestaciones con pancarta y huelga de afinidades sentimentales. Y a la espera providencial de que San Juan bajara el dedo, los zagales de todas las tribus de la comarca, a la espera del puesto «que tengo allí», según cantaban, ni acudían al trabajo del campo, ni ordeñaban a la vaca, ni apañaban hierba para los conejos. Al cabo de algunos meses, se subió al púlpito don Rufino para apostrofar a los fieles: «Burros, que sois todos unos burros y vosotras, mujeres del Ropero, más ambiciosas que las abejas-reinas. ¿no veis que no hay cargo para todos? ¡coño qué tropa!.

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