Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

El día del libro

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LA MINISTRA DE CULTURA, siguiendo tal vez las líneas programáticas del protocolo, me hizo llegar la invitación para la asistencia al acto académico de entrega del Premio de Literatura, «Miguel de Cervantes 2004», atribuido con todos los merecimientos a Rafael Sánchez Ferlosio, ceremonial que se ilustra y honra con la presencia de los Reyes. Y ello me obliga a recordar que precisamente en esta misma fecha del 23 de abril, se conmemoraba o debió de conmemorarse en toda la nación de Miguel de Cervantes, Quijote de la Mancha, el Día del Libro. Y esta efeméride obliga a mucho, porque los españolitos madre, nos guarde Dios, no se caracterizan precisamente por su afición al libro. Ni a muchas de sus derivaciones, como por ejemplo el periódico nuestro de cada día. Con tan fausto motivo, como es la recordación de que un día también del mes de abril, aceptó Don Miguel cerrar los ojos y cortar los puntos de su pluma, quizá convencido de que en España, su patria, no le sería fácil triunfar, como se demostraba, podía razonar, con la aparición de aquel otro texto malbaratado y subrepticio del Avellaneda copista de sus faltas. Y no andaban descarriados en su ejercicio censor el cura, el ama y el bachiller cuando se trató de seleccionar las lecturas que habían llevado al buen caballero por las sendas del extravío, pues que en esta tierra manchega, variopinta y peleona, no cabían pretensiones intelectuales para explicar la condición del indígena, sino la gestuación bravía y el desastimiento de todo comercio con el libro, salvo el de entradas y salidas de uso mercantil. Ante el impulso provocado por la ráfaga de lectura impuesta del libro que ilustra las aventuras de Don Quijote, los colegios, los centros de cultura, los recibos para la elaboración de vocaciones, se han entregado a la lectura -a retazos cortos, que el ser humano no está calculado para esfuerzos superiores- con fiebre y talante decidido, como si se pretendiera demostrarnos a nosotros mismos que el libro, lejos de ser un objeto extraño en nuestro menaje intelectual, es el libro de meditación por antonomasia, el libro de cabecera, diríamos exagerando. Y así que consumimos los diez minutos o diez líneas del libro sagrado de los caballeros andantes, nos consideramos limpios de cualquier culpa de indiferencia o de ignorancia. Y no se nos ocurre leer nada más en lo que nos resta de vida. Hubo un tiempo, precisamente el de mi infancia, en el cual El Quijote era lectura obligada en las escuelas, y como se imponía por la ley impávida de maestros no demasiado convencidos, acabamos los discípulos por rechazar la lectura de todo libro como si de una condena se tratara. Y así hasta llegar a estos extremos de hoy, que pretendemos disfrazar con lecturas pacientes, sin querer entender que El Quijote o se lee entero y verdadero una vez y ciento o no se debiera leer. Y aquí diera fin mi requisitoria si no fuera porque evidentemente de esta falta de afición a la lectura se derivan los principios obtusos y las situaciones de precariedad mental. Un pueblo que no lee acaba inevitablemente en pueblo sin pulso, sin temperatura y sin voluntad de merecer un lugar en la nómina de seres racionales. Y nos atrevemos a declarar que sin conocimientos, conseguidos a través de libros como el Quijote, no nos es posible alcanzar la condición de hombres libres.

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