Diario de León
Publicado por
Antonio Núñez
León

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CIERTO amigo divorciado no para de repetir cuando se le suelta la lengua, a eso de las tantas, que si naufragara otra vez en la vida y tuviera que compartir una isla desierta con su ex señora lo primero que haría sería tapiarla. Tal que así están de encanallados los ánimos entre los españoles, de forma que en Cataluña y el País Vasco mucha gente empieza a referirse al resto de las autonomías con un «que se pudran de asco esos muertos de hambre», a lo que responden estos últimos aquello de «que se metan la financiación por donde les quepa», según la conocída teoría del extremeño Ibarra. Muchos tal vez no, pero la clase política sí. Es de temer, sin embargo, que a muy corto plazo empiece a extenderse a pie de calle, como la mar en la playa este mismo verano, la mala leche del naúfrago divorcieta con soluciones para el país del estilo de «¿No quieren la independencia? Pues que se maten entre ellos y levantemos una tapia». Comentarios de este estilo empiezan a oírse ya en no pocas barras de bar. Lo malo son los nuestros que quedan al otro lado del muro, que allí llaman muga. No van a tener un vivir fácil, y menos risueño, cuando las carlistadas del siglo XXI triunfan definitivamente a una y otra esquina de los Pirineos. Los nacionalismos repiten hasta la saciedad y lo mismo que Carod Rovira firmó el pacto de Perpignan con Josu Ternera, Zumalacárregui y Cabrera llegaron en el XIX hasta el Maestrazgo, en Castellón de la Plana o como se llame ahora en el mapa pancatalánico de Pascual Maragall. Por cierto que el cocinero de Zumalacárregui, cuyo nombre ha pasado inadvertido a los historiadores, fue el inventor de la tortilla de patata, vulgarmente conocida como «española», una vez que el general vasco no tenía más que un par de gallinas dentro de un patatal por todo territorio conquistado. Lástima de no haber tapiado entonces. De cuando uno era joven, allá por los setenta, recuerda que había que repetir machaconamente en las manifas lo de «¡Amnistía y libertad!» para que salieran de la cárcel Carrillo, Camacho, el poli-mili etarra Bandrés, Ramón Tamames, etcétera. Felipe González y Alfonso Guerra no, porque esos nunca la pisaron. «Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones», decía amargamente Carrillo cuando, tras perder las primeras elecciones se vio claro que en la izquierda iba a mandar el PSOE y no el PCE, o sea que íbamos a tener un modelo de democracia a la francesa y no a la italiana. Pero esa es otra cuestión. De aquella salieron también del truyo no pocos maleantes comunes porque durante la transición democrática el Estado debía demostrar que trataba a todos por igual en el año de gracia de la muerte de Franco. Servidor ya no lo recuerda con exactitud, pero lo más seguro es que junto a toda la tropa antes citada amnistiaran igualmente a Eleuterio Sánchez, el Lute, una bellísima persona entre otros golfos comunes, muchos de los cuales reincidirían luego en la celda -digo yo- por vocación profesional. Mario Conde, Roldán, Vera y Barrionuevo corrieron luego la misma suerte, aunque sigan sin reinsertarse en la sociedad porque su fianza sobrepasa en mucho a la de Eleuterio, ladrón de gallinas más de fiar, según la Guardia Civil. Las actuales negociaciones entre el Gobierno y Eta rejuvenecen un tanto y cavila uno que, si se excarcela al etarra que coloca bombas lapa, extorsiona con el impuesto revolucionario, te pega un tiro en la nuca o, en el mejor de los casos, acojona al personal con la kaleborroka , no hay base legal para mantener en la trena a los que hacen secuestros exprés, los que atracan a punta de pistola, viven del timo de la estampita o al matón del barrio que tiene la mano demasiado lista y chula con el resto del honrado personal. Si los primeros alegan ser «patriotas de la porra» los segundos podrían decir que son socialmente unos «incomprendidos». Como ahora los pájaros disparan contra las escopetas, según el Gobierno, de ahí a deducir que todos son víctimas de la sociedad, y no al revés, sólo hay un paso. Franco, que podía tapiar Euskadi y Cataluña cuando le diera la gana, se acojonó. A los vascos les mantuvo el concierto fiscal y, encima, protegió su industria siderúrgica de la competencia exterior, cuyas hojalatas eran más baratas y limpias. No hay más que ver cómo está todavía Baracaldo. En cuanto a las textiles catalanas las cubrió con una manta de aranceles que salían a pelo de conejo hasta que en Béjar (Salamanca) apareció uno que inventó el pantalón de tergal. La cuestión es si merece o no la pena levantar ahora la tapia. Los de fuera no tenemos nada que perder, salvo preocupaciones. Al otro lado, los nacionalistas de dentro deberían meditar qué nos van a vender luego.

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