Diario de León

EL AULLIDO

Gracias a quien lo lea

Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

Creado:

Actualizado:

A TI QUE lees esta columna buscando o buscándote; a ti que te preocupa el mundo en llamas con atentados fanáticos como el de Londres aunque al menos tienes un mundo propio; a ti que, como a mí, te desbordan las preguntas y no crees en las casualidades hoy quisiera agradecerte tu interés cómplice. Y quisiera por eso confesarte que a veces las palabras curan. Que hay ángeles entre nosotros. Que el otro día, aparentemente al azar, me encontré con uno de esos ángeles con los que, si estamos dispuestos, podemos toparnos en esta ciudad como quien se encuentra un te quiero en la adversidad. ¿Me sucedió a mí o fue a ti? Podía haberte pasado a ti que sales de casa sin rumbo fijo, miras cambiar la luz del día, avanzas, escuchas, sigues, llegas al centro, al tráfico, a ese pequeño entorno soleado llamado el Parque del Cid. Y lo encuentras tan repleto y efervescente que parece un párrafo lleno de enumeraciones. Allí estás tú. Tú que vas a beber agua en la fuente, y sorteas a niños que corretean de forma anárquica, anarquista. Te fijas en una morena peligrosa que avanza unos pasos por delante de ti -¡vivan los vaqueros ajustados!- y entonces, entonces... Sobre un banco de piedra sin respaldo aparece ese mimo de unos cincuenta años a modo de estatua hierática, camiseta a rayas, traje viejo, bombín, cara maquillada e inmóvil. Le miras. Y de repente resucita y se convierte en una mecánica exacerbación del movimiento. Los niños a su alrededor le observan asombrados. Lleva un juguete imaginario en la mano y se lo ofrece a ellos como quien sin palabras pide que jueguen con él. Simula el llanto. Luego inmoviliza su rostro unos minutos y rompe esa inexpresividad repentinamente con una sonrisota. Después se pone a caminar sin moverse del sitio. Y se abraza a sí mismo. Termina el número. Los niños espontáneamente sonríen; aplauden. Las madres posan monedas sobrantes en el cesto de mimbre que hay en el suelo. Tú también. Todos se van. Cuando ya sólo quedáis el mimo y tú en ese Parque él vuelve de nuevo a la vida, se quita el viejo bombín y deja al descubierto el pelo canoso encima de su cara maquillada. Tú te aproximas y le saludas, y te interesas por su oficio tan difícil que aparentemente podría hacerlo cualquiera. Le felicitas. Ambos os sentáis a fumar en el banco de piedra, y entonces descubres que ese mimo se llama Julio y es un hombre culto. Que lleva casi treinta años viajando, sobreviviendo, improvisando, durmiendo en la calle o, cuando hay suerte, donde pueda resguardarse de la oscuridad. Te deja entrever con sus palabras que ya está fatigado; vencido. Julio habla mientras se limpia la cara con un trapo, haciendo un gesto ritual que ha repetido muchas veces; tantas que nunca se limpia del todo, siempre parece que llevara las pestañas y los ojos femeninamente adornados. A ti te explica que no tiene patria ni raíces, pero aún así no es una persona solitaria, al contrario, normalmente en cada ciudad consigue algún amigo más. Tú le hablas de tu vida y tu rutina, de los sueños que nunca intentaste cumplir y de las pesadillas que viste convertirse en realidad, y él te asegura que ha vivido intensamente pero ahora está cansado de que su camino sea siempre de ida; echa de menos no tener un lugar al que regresar. Incluso te confiesa que le hubiera gustado haber tenido un hijo, pero ahora ya es demasiado tarde para todo. Él que se dedica a entretener, a dar, a hacer reír, a veces por dentro se siente solo, incompleto. «Además me parece -te dice- que si muriera ahora mismo a nadie le importaría... Nadie me recordaría». Te fijas entonces en sus ropas deshilachadas y sucias, en esa camiseta a rayas verticales que parece ya formar parte de su piel, en el traje desgastado que alguna vez fue de domingo, y le dices que tú le recordarás. Te mira incrédulo como una persona buena que no está acostumbrada a la bondad. Antes de despediros él, conmovido por esa frase, anota tu nombre y tu número telefónico en su agenda como agradecimiento; aunque ambos sabéis que nunca te llamará, que nunca llamará a nadie. La vida a veces nos premia con verdaderos privilegios como figurar en la agenda de un mimo callejero. Hoy esta columna no estoy seguro de si la he escrito para él, o para ti.

tracking