Diario de León

EL PANORAMA

El Estado y los incendios

Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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LA REALIDAD CONFIRMA que la prolongada sequía y las altas temperaturas de este verano están espoleando la aparición de incendios forestales en nuestro país. Incendios que, además de provocar la destrucción del patrimonio ambiental, están cobrándose este año un terrible saldo en vidas humanas: 11 personas murieron en el incendio de Guadalajara de hace tres semanas, que suscitó gran polémica, y dos más perecieron durante las labores de extinción de otros siniestros este pasado fin de semana. Los incendios forestales son más antiguos que el hombre sobre la tierra, y será siempre imposible prevenirlos absolutamente, ya que bastantes de ellos son fruto de fenómenos naturales, como el rayo. Pero, en el caso concreto de nuestro país, la cuestión, muy sensible, se presta a ciertas reflexiones sobre nuestro modelo de organización territorial y el papel del Estado en esta clase de asuntos. Como es bien conocido, la extinción de incendios es una competencia autonómica (y ya se sabe con qué celo defienden las autonomías sus competencias exclusivas). Sin embargo, el Estado, a través del Ministerio de Medio Ambiente, mantiene activos unos recursos -más de sesenta aviones y helicópteros-, que presta a las comunidades autónomas según las demandas respectivas y de acuerdo con sus posibilidades. Con todo, cuando se produce un incendio especialmente devastador, o con pérdida de vidas humanas, todas las miradas no se vuelven hacia las autoridades regionales, que han aceptado y asumido, con la competencia, la responsabilidad de afrontar el problema, sino hacia el Gobierno central, que sólo interviene cuando es requerido para ello. Tal ha ocurrido en Guadalajara, donde la polémica política suscitada no versó sobre la gestión del incendio que hizo el Gobierno de Castilla-La Mancha, sino sobre la respuesta del Ejecutivo estatal. Tras este luctuoso suceso, el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha adoptado un conjunto de medidas, relacionadas con la coordinación y con la prevención -como la obvia prohibición de encender fuego en el monte-, que claramente exceden de su competencia y que, quizá por ello, han sido mal recibidas por las comunidades más celosas de sus atribuciones. No es difícil deducir de todo esto dos conclusiones directas: en primer lugar, es muy positivo que el Estado, a través del Gobierno de la nación, mantenga potentes competencias, y no sólo en materia de coordinación, en asuntos como éste en que los recursos del conjunto de las diecisiete comunidades autónomas han de ponerse a disposición de una de ellas en situaciones excepcionales de emergencia. En consecuencia, el prurito de las «competencias exclusivas» se demuestra en estos casos absurdo, y sólo puede ser entendido como fruto de la inconsecuencia de una clase política incompetente que apenas está atenta al disfrute de su propio poder. En segundo lugar, la falta de iniciativa de las comunidades autónomas en numerosas materias -y también en materia de prevención de incendios- hace aconsejable, a los ojos de la mayor parte de la opinión pública, que el Gobierno central ejerza un liderazgo que se plasme en las necesarias iniciativas legislativas y de toda índole. Que Madrid tenga que prohibir las barbacoas estivales en Guadalajara por puro sentido común demuestra la indigencia política de las instituciones de Castilla-La Mancha. Y todo ello destaca la conveniencia de que la descentralización se entienda como el resultado de aplicar el principio de subsidiaridad y no como un privilegio que se otorga a los entes descentralizados. Ciertas actuaciones reguladoras del Estado, que sólo él puede concebir con la debida generalidad, no deberían ser vistas, en fin, como «injerencias» sino como resultantes de una idea superior de la política.

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