Diario de León

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RESPECTO a lo de escribir, diré que es oficio o entretenimiento de mucha fatiga moral, de gran vanidad mundana y de mucho artificio, gran impostura. Quien usa la pluma firma con ella, pero por boca ajena habla. Son saberes de otros, ideas anónimas rodadas o con nombre que se olvida o elude, pensamientos que se roban. El escritor es un ladrón de palabras; como el cazurro, está «a las caídas». Va engullendo todo y se deglute como propio, aunque en realidad, todo lo que una persona podría decir auténticamente original, por propia mano descubridora, y después de toda una vida, cabría en un sólo folio... y a dos espacios. «Sólo se debería escribir cuando ya no se pueda hacer otra cosa», dijo alguien. Ocurrente observación, pero sucede que cuando ya no quedan ganas de nada, lo de escribir es epitafio y no natalicio, que es para lo único que debe valer la letra, para alumbrar y describir una verdad... y, después, esperar que empape a los ocasionales lectores, que son pocos y siempre los mismos (más de la mitad de este país no lee un puto libro en su vida; y Bush, ni los títulos en un escaparate). Están ya los que leen tan cebados de verdades, que les resbalan las nuevas o en exóticas se quedan. Así que ¿para qué escribir, cuando los que tendrían que leer y enmendar ideas están mirándose otras cosas? ¿Para qué señala el sabio una estrella -lo dicen los chinos-, si los tontos sólo le mirarán el dedo?... Lo que ahora preocupa es de dónde beben sus verdades los políticos que nos gobiernan; esto, en el improbable caso de que lean, porque su síndrome general es de fatiga lectora y de cierto desprecio por toda cultura que no sea espectáculo y contratación de reptiles, aunque, siendo los que menos leen, sin embargo son los que más firman (firma que vale y cuesta). Si lográramos saber qué lee o qué rehusa leer un jerifalte de poltrona, uno tendría meriadianamente claro su voto o su tomatazo (nunca se ve en entrevistas a barandas una pregunta obligada con la que habría de finalizarse un interrogatorio siempre domesticado, ¿qué está leyendo usted ahora?, aun sabiendo que la respuesta sería seguramente otra mentira). Claro, que tampoco es manca la observación insistida tantas veces por el resabio catedrático de J. G. Cuenca: «Desengáñate, Pedrín; la literatura es como el sexo, embrutece».

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