Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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FUE EN UN VIAJE a Portugal, hace unos años. Llegué a Guimaraes, volví a ver la bella ciudad. Anduve entre palacios y castillos, iglesias y plazas de piedra. Luego, junto a un parque, vi una tienda de fotografías. Como era un negocio antiguo, con escaparates tradicionales, forrado de imágenes en blanco y negro, me acerqué a verlas. Y me encontré allí con un montón de fotos de 1958, realizadas con motivo del ascenso a la primera división de fútbol portugués del Vitoria de Guimaraes, el equipo de la ciudad. Creo que nunca he visto imágenes donde brillara con más potencia la irrelevante -pero arrebatadísima- pasión por el fútbol. Pasé un buen rato allí, al otro lado de los cristales. Fue un inesperado banquete para mis ojos. Y tanto así que en algún momento el dueño del negocio, un señor de edad, oteó entre las rendijas que dejaban las fotos por verificar si yo podría ser un hipotético asaltador, o tal vez un loco. Se veían en aquellas postales a muchos hombres, la mayoría encorbatados, y todos transidos por la emoción, por el gozo más desmelenado. Algunos aparecían bizcos de delirio, como esa célebre imagen de Maradona encarando la cámara después de marcar su gol más famoso, en el mundial de 1986. Aquellos hombres y las escasísimas mujeres que les acompañaban iban por las calles de Guimaraes, enajenados bajo los efectos de esa inmensa alegría que, probablemente, ninguna otra razón colectiva logra despertar. En estos días hemos presenciado por la televisión una gran celebración deportiva. La victoria del Barça en la Champions League es muy meritoria, sin duda. Y no tiene por qué decolorarla el hecho de que los jugadores más decisivos del equipo ganador sean extranjeros, honrados emigrantes de lujo que defenderían con idéntico talento la camiseta blanca del Real Madrid o la rojinegra del Milan. En cualquier caso, eso nada importa a la gradería entregada, y tampoco a ese millón largo de catalanes que compartieron la gran emoción infantil de sentir que, durante unas horas, Barcelona era la capital de Europa. O la del mundo. Ahora bien, ese respetable delirio se vuelve inquietante cuando se mezcla la droga futbolística con la barbarie -disfrazada de modernidad- del viejo discurso identitario. Y fanático. En las calles de Cataluña y también en el estadio de París vimos, a ratos, la obscena conjunción de la llantina y el secesionismo. Pero no sólo en Cataluña suceden estos disparates, estos usos hampones del deporte. También existen, en pequeña escala, en la provincia de León. Sí. Por ejemplo, cuando vemos esos carteles indignantes que los forofos de la Deportiva o los de la Cultural se propinan mutuamente. Tristes galas de la indigencia mental amparada en las evoluciones del balón. El fútbol es un deporte sensacional. Su potencia mítica, incluso en tiempos tan poco míticos como los actuales, es sorprendente. El fútbol da alegría a muchas personas. Una alegría honda y muy respetable a un precio de risa. Imagino ahora que si la Deportiva ascendiera a segunda división, después de cincuenta o sesenta años de intentarlo infructuosamente, ello supondría para muchos bercianos un motivo de felicidad enorme. Absurdo, ya lo sé, pero muy sentido. Pero esa satisfacción quedaría seriamente empañada en el momento en que alguien tratara de exhibirla contra una afición vecina. Tal vez en esa nueva asignatura académica que propone Zapatero -educación para la convivencia-, y que considero un acierto, sería procedente incluir un capítulo de pedagogía para aficionados al deporte. Para que ganar la Champions no signifique más que esto, que ya es mucho: ser el mejor equipo del continente. Por mi parte, me apunto al Guimaraes.

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