Diario de León

| Reportaje | El milagro del agua |

Un misionero italiano logra exprimir agua a una montaña

El ingenio resuelve los problemas hídricos de 250.000 campesinos en Kenia en un momento en el que la escasez e insalubridad de este bien fundamental para la vida mata a 3.800 niños diarios

Imagen de la entrada a la montaña que ha obrado el milagro

Imagen de la entrada a la montaña que ha obrado el milagro

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Manu Mediavilla - meru
León

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A Giuseppe Argese, misionero italiano de la Consolata que lleva medio siglo en Kenia, le llaman en swahili mukiri , el silencioso. Pero su trabajo callado resuena como un grito de solidaridad en la zona rural de Tuuru, en el norteño distrito de Meru, donde el ingenio y determinación del religioso han sido capaces (con el apoyo de oenegés como la española Manos Unidas) de conseguir agua para 250.000 personas y su cabaña de animales. Todo empezó hace cuatro décadas, cuando Argese, que había llegado al país africano con una maleta llena de ganas de «hacer algo» y un modesto curso por correspondencia de construcción, se empeñó en buscar agua en un área que dependía de la insuficiente lluvia estacional. Le preocupaba sobre todo el centro de niños poliomelíticos de Tuuru, que a duras penas podía cubrir sus necesidades hídricas con el esfuerzo de otro misionero, Franco Soldati, que iba y venía con su todoterreno al río para llenar bidones. Suministro asegurado La primera pista se la dieron las mujeres que se internaban en el bosque Nyambene hasta un lugar muy distante considerado sagrado, una pared que 'sudaba' agua; aunque ésta se filtraba enseguida en la tierra, ellas «excavaban y la cogían gota a gota». Argese acabó por encontrar, a 12 kilómetros de Tuuru, una cascada que reunía el agua de varios manantiales. Se llamaba Ura, y daría nombre a un primer embalse de 6.000 metros cúbicos (que empezó a construirse en 1970) y a una segunda presa que multiplicó por diez esos recursos, hasta 60.000 metros cúbicos. La tercera, ya en marcha, pretende llegar a los 500.000 metros cúbicos. El proyecto se esforzó desde el principio por acercar a la población el agua, con 22 kilómetros iniciales de tuberías que la llevaban hasta la misión, adonde los lugareños acudían a recogerla. Pero el misionero estaba empeñado en garantizar el suministro para las épocas sin lluvia, y siguió buscando nuevas fuentes hídricas, levantando diques, construyendo depósitos y ampliando la red de tuberías (250 kilómetros ya) para no dejar escapar ni una gota. De entonces le viene su sabiduría de zahorí, capaz de detectar agua con una horquilla de madera que «marca límites de humedad» y con un péndulo que llega a 'bailar en círculo al son de las corrientes acuáticas. El propio Argese habla del «pequeño milagro de cada día» en el bosque ecuatorial de Nyambene, donde la niebla y el cambio de temperatura provocan una condensación del agua y su posterior exudación. Es el «sudor» de la montaña, que deja filtrarse entre 2,5 y 30 litros por segundo por sus paredes interiores, en las que el misionero ha ido cavando túneles para recuperar hasta la última gota. De hecho, ahora el mayor problema es ahorrarse el inútil gasto de gasolina del bombeo hasta la presa del agua de la lluvia y los manantiales que ha sido recogida en un nivel más bajo. Pero ya tiene remedio: dos kilómetros de tubería, que cuestan poco más que la factura trimestral del combustible y están siendo financiados por Manos Unidas. Callado y tranquilo, el misionero de la Consolata compagina su merecido sobrenombre de mukiri con una actividad incansable en la que, más allá de aficiones sorprendentes como los fogones o una bodega propia, la solidaridad y el agua ocupan el primer plano. Argese habla poco, pero tiene las ideas claras: «Lo hacemos todo a golpe de carretilla porque así hay trabajo para mucha gente, sobre todo jóvenes».

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