Diario de León

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SE NOS fue Miguelines apagando el respirar mientras mi hermano Jose le cantaba sottovoce el Magnificat como pomada al alma. Rindió la vida que la penalidad le había robado y conquistó una paz largamente debida. Descansa, hermano, mientras esbozo en tu nombre y en el nuestro las gracias más sentidas por el acompañamiento y el sentir, así como las gratitudes pendientes, en muchos casos, eternas por ser deuda impagable. Cuando la muerte pisa el huerto propio, andan los ojos alerta a todo detalle y buscan la caricia de cada palabra y cada atención. Todo parece nada, pero entonces cada gesto pequeño se hace gigante. Y cada muestra de grandeza se me ha hecho catedral. Aquí, siquiera al vuelo, quiero consignarlos, porque los hubo, especialmente entre los doctores y personal sanitario que a lo largo de meses batalló contra lo inevitable. Un ejemplo: las doctoras de apoyo domiciliario que le asistieron reconciliarían con el respeto y la admiración hacia una medicina de pulcritud y cercanía al más rebotado en la fe de estas sanidades nuestras. Su profesionalidad fue excepcional y su corazón añadido un regalo. Mi madre llevará siempre pegado a las entrañas su abrazo y la palabra medicinal que cifró cada uno de sus consejos y consuelos, cada solícita aplicación, cada sonrisa puntual. También Carlos, don Carlos, a pie de dolor y cabecera, se nos alza en una grandeza inusual yendo mucho más allá, y más acá, de su prescripción profesional y de la sanidad funcionarial desvelándose, visitando, asistiendo y preparando. Existen aún no pocos médicos de cercanía y de llaneza cuya palabra es tan medicinal o más que su maletín clínico cargado de farmacopeas milagrosas (y me consta que en este caso le parecerá mal que aquí le cite o le señale, pues minimiza su talla este doctor en ejemplos). Y no concluiré estas gratitudes cojas y parciales sin el beso de perpetua sonrisa a sor Serafines, de las Siervas, que veló noche tras noche escudriñando el lenguaje del latido y la quietud sobresaltada. Serafines es mujer grande cuya apariencia menuda es sólo por disimular un corazón enorme y conversador, una cercanía que ya fue familiar desde el primer instante. A todos, gracias por miles, pero dicho aquí con un «obrigado», obligándonos a encontrarnos en la gratitud.

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