Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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VINO ANTONIO GAMONEDA a Valencia; fui a verle. El acto era lejos, en un pabellón moderno de la Universidad Politécnica, cuyo campus queda al norte de la ciudad, algo apartado. El día era poco propicio: un viernes caluroso, cuando Valencia se queda vacía de habitantes que huyen a playas y apartamentos, a las montañas de Aragón o de la propia tierra valenciana. Éramos unas ciento veinte personas en el salón de actos. Y pronto apareció Gamoneda, acompañado de una mujer ceremonial. Y del poeta Antonio Méndez Rubio, que lo presentó. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que todos los allí congregados éramos muy conscientes de la grandeza de este poeta extraordinario. Cada día más extraordinario. Cuanto más lo leo, más lejos me lleva, más vértigo siento, más amor a la vida me queda, más muerte tengo y no me sobra. Ni me asusta. Está bien. Antonio Gamoneda llegó al escenario, se sentó. Miró la audiencia; escuchó las palabras de bienvenida. Luego habló él. Con voz de anciano vigoroso. Y no es un anciano, claro. Con voz de hombre del monte, no sé de qué monte. Un monte muy sutil. La nieve. Los venenos. La memoria. El amor. Su madre. Y la nieta Cecilia. Dijo unas pocas cosas, estaba tranquilo. Luego empezó a recitar. Y fuimos muchos los que seguíamos la lectura con él, porque habíamos venido al acto con el imprescindible libro gris de sus obras completas, titulado: «Esta luz». Libro muy bien editado por Galaxia Gutemberg, y con notas de Antonio Casado, el poeta y profesor vallisoletano que tanto contribuyó a rescatar a Gamoneda del olvido con aquel texto crítico que se tituló Edad . Hace ahora veintiún años. Y empezó la gente a emocionarse. Se notaba; era evidente. Los sensuales y hedonistas valencianos; los hombres del sol y del Mediterráneo, de los placeres y la bonhomía, de las brumas grecolatinas, pero también musulmanas¿ allí estaban. Tensos. Bebiendo cada verso con pasión, con profundidad. Con sorpresa. Antonio Gamoneda recitó muchos poemas. Pero queríamos más. Y algunas veces nos levantamos todos a aplaudirle. Y yo no recordaba aquel fervor en ningún otro recital de poesía. Y menos aún me lo esperaba en Valencia, en una tarde de fuego, no lejos del campo de regatas donde los velocísimos barcos de la America's Cup navegan cada día. Con sus velas descomunales. Tan altas como las torres de la catedral de León, lo que parece increíble. Gamoneda en Valencia y en León, sus versos. Allí la letanía casi bíblica de su decir. La nobleza de cada palabra escogida. Todo parecía de piedra. Pero una piedra que era antesala de la sangre y el cuerpo, el tiempo y la patria. Patria, he dicho: acaso me van a excomulgar. Pero me da lo mismo: yo estoy leyendo a Gamoneda. Estoy aprendiendo a ser más libre. Gamoneda libertad, esos versos la llevan. Bien que entiendo al poeta cuando afirma que lo que de verdad le apasiona es la página en blanco. Todo es la palabra, es nuestra casa. Ahí vivimos, con la palabra sobra. Aunque lo demás también es nuestro: la música, la memoria, los colores. Y el dolor y la alegría. Todo entra en los versos, todo sale convertido en algo diferente y nuevo: en la voz. Voz, tono, sueño, canciones de todos los tiempos e idiomas que circulan por el aire. Un poeta grande es una constelación de miradas y luces, de profundidades y melancolías. De valor y fe. De amor a la vida, aunque la vida acabe mal. Aunque seamos un brillo entre una nada y otra nada. Luego hubo debate, ardieron las preguntas. Casi tres horas duró el acto, salimos de noche, en aquel paraje raro del Politécnico. Y una chica, de Erasmus supongo, pasó a mi lado. Vida también pura ella, con una minifalda blanca que dejaba ver sus muslos de arriba abajo. Y todo va de ahí a la poesía, y vuelve. Amor, muerte y vida es lo que somos. Esta luz. Y basta.

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