Diario de León

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QUEDÓ sembrado este norte de mucha morralla mortífera de la Guerra Civil, explosivos, bombas, munición o granadas en las numerosas casamatas, fortificaciones o trincheras abiertas en el frente montañés. Más de una vaca saltó por los aires tras el final de la contienda -y aún décadas después- al toparse o pisar alguno de estos artefactos. La noticia de una niña en Busdongo que encontró días atrás una granada de mano, de las de piña, hace mirar de nuevo a todos esos puertos y valles donde aún se entierra un rastro artillero que da espanto, aunque setenta años después no es probable que sea material activo. Ya, fíate... que fue el diablo y el odio quienes cebaron ese material. Lo cierto es que, acabada la guerra y con un pueblo amiseriado, empiojado o hambriento, hubo un rebusco generalizado y codicioso de toda esa chatarra bélica, desde una tanqueta oxidada hasta los casquillos de un mauser. Sin embargo, al abandonarse posiciones, mucha munición fue enterrada o camuflada para que no la incautara el enemigo, así que por ahí anda aún, de la misma forma que muchos particulares conservaron munición o armamento en escondrijos o guariches de sus casas, como en aquella casona riberana que al derribarla se convirtió en traca mortal por las bombas que en secreto escondieron en la tenada y después olvidaron. Siendo aún rapaz, un vecino mío perdió a un primo (y él, el brazo y los dos ojos) jugando en un hórreo gallego de la familia con la munición que allí había escondido el abuelo. Y no hace muchos años aún, en las faldas del pico Polvoredo de Correcillas, escuchamos una fenomenal explosión de esas que lanzan al aire humarro polvorero con tonos ocres de tierra reventada, ¡coñó!, ¿qué fue?... Lo averiguamos tiempo después; era cosa de pastores, los que mejor radiografían un terreno cosiéndolo con alpargatas y ojos de garduña. Siempre que se encontraban con explosivos abandonados y munición no usada debían comunicarlo a la autoridad, ya... ¿y quién abandona las ovejas para bajar a donde los guardias?, así que procedían expeditivamente, tomaban con cuidado el material y lo colocaban sobre un montón de leña, arrimaban chisquero en un extremo para darles tiempo a la escapada y aguardaban en distancia el catapún.

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