Diario de León

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A FINALES de los ochenta se personó en esta tierra minera una delegación industrial polaca invitada oficialmente para asisitir al primer congreso sobre seguridad en las explotaciones de carbón (no se bajaba de la cuota de diez a quince muertos anuales en aquellas codicias hulleras y antraciteras). Giraron visita a minas lacianiegas y se quedaron asombrados de que aquí se explotaran vetas cuasiverticales de extrema delgadez que en las explotaciones polacas eran desechadas por la complejidad técnica que presentan y la accidentabilidad que propician. Me sorprendió esta observación porque entonces Polonia era pura estatalización y una economía de roña y dirigismo en la que se afeitaba un huevo en el aire y se esquilmaba lo que fuera a ras de suelo... o bajo él. Recordé este episodio al leer unas declaraciones de Manuel Viloria, empresario minero del alto Bierzo: «Tenemos setenta polacos porque nadie quiere trabajar en la mina». Le creo. Y no me lo creo. Dirán lo que quieran decir los sindicatos; o lo que decían, que no era aceptable el cierre de explotaciones por la gravísima lesión laboral que se provocaba en las comarcas mineras. Y después de haber perdido la minería leonesa dos tercios de sus plantillas históricas, ¡dos tercios!, ahora resulta que los pocos empleos que anidan en las explotaciones se quedan in albis y se los tiene que ofrecer a la extranjería, porque la oriundez pasa de sepultarse en la negritud de galerías y horizontes mineros. La cosa se explica, supongo, en la demonización cierta y literatura trágica que comporta el oficio minero, esa que llevó a todo lugareño de estas cuencas a desear que ninguno de sus hijos se viera en la misma tesitura de tener que aferrarse a la mina como única actividad laboral a la vista, esa mina ladrona que tasa con sangre añadida el coste del carbón. Sin embargo, cuando la marcha minera y rebeliones sindicales se convocaban como respuesta al cierre de minas cazurras que se iban al tacho, el argumento esgrimido era precisamente «que nuestros hijos no se queden sin futuro». Este, pues, debería ser ese tiempo de los hijos, pero los hijos han volado lejos (o a lo más cómodo) y ahora es tiempo de polacos, del mismo modo que hace dos o tres décadas lo fue de pakistaníes o caboverdianos (cabobercianos, dice Ful).

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