Diario de León

LITURGIA DOMINICAL

Misericordia y com-pasión

Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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LA HIJA de Dostoievski describe así la muerte de su padre: «...Al darse cuenta de que su vida llegaba a su fin, tomó mis manos entre las suyas y pidió a mi madre que nos leyera el capítulo 15 del evangelio de S. Lucas. Él, próximo a la muerte, escuchaba la historia con los ojos cerrados. Luego dijo: 'Hijos, no olvidéis nunca lo que habéis escuchado. Confiad siempre en Dios y no dudéis nunca de su perdón. Yo os amo muchísimo, pero mi amor no es nada comparado con el infinito amor de Dios. Y si tenéis la desgracia de hacer algo malo en vuestra vida, no desconfiéis de él. Sois hijos suyos. Él se regocijará de vuestro arrepentimiento como se regocijó de la vuelta del hijo pródigo'. Tras estas palabras, murió. Era el 9 de febrero de 1881». En ninguna de las parábolas que hoy se proclaman se trata de afirmar que Dios ame más a los pecadores que a los justos. Lo que interesa es saber que Dios ama también a los pecadores, según aquellas palabras de Ezequiel: «Dios no se complace en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva» (Ez 18, 23). El hondo sentido de estas parábolas se descubre sabiendo que Jesús «vino a buscar y salvar lo que estaba perdido». Jesús, encarnación del amor de Dios, nos da con su vida y su palabra la línea de actuación del hombre en esta tierra. Se le acusa de juntarse con los pecadores, porque les ama tanto como para desafiar las incomprensiones de los demás. Como ama de verdad, Jesús no guarda las apariencias: su amor y su perdón desbordan todas las «prudencias» establecidas. Llega a poner en evidencia a los considerados buenos, a los que sólo cumplen la letra, a los que nunca han abandonado la casa de su padre..., pero que están lejos del espíritu de su amor. ¿Estamos nosotros entre ellos? Podemos ser cumplidores de las leyes, sin saber lo que es el amor de Cristo; severos vigilantes de la ley, sin descubrir el espíritu que da la vida y nunca destroza ni mata. A todos los cristianos de hoy nos toca predicar y vivir el Evangelio. Predicar el evangelio es proclamar el amor de Dios a todos los hombres. Amor que descansa sobre nuestra debilidad, sobre lo que somos, miseria y barro... Por eso es amor que se hermana necesariamente con el perdón. Vivir el perdón de Dios es descubrir su misericordia, eliminando las frías y severas exigencias con respecto al prójimo y considerándonos pecadores, limitados y pequeños. Hemos de asumir esta doctrina en nuestra vida cristiana, cambiando esquemas muy arraigados que sitúan indebidamente el protagonismo en nosotros mismos. El protagonismo está en la ternura de Dios, que nos amó primero y en totalidad. A pesar de nuestras miserias. O precisamente por ellas.

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