El filadero
HASTA el Val nos fuimos Jesús Antón y el menda hace tres semanas a enredarnos en un filadero de anochecida que honraba al pintor Benito Escarpizo en «La Comunal», nombre guapo donde los haya para aquella vieja factoría textil de la capital del cobertor antiguo apellidada «de san Lorenzo».
El sitio, mudo de afán fabril, es ahora museo de telares que forra el recuerdo con mucho maderamen, lana, ingenios y artilugios, el guariche ideal para filandonear filorios, seranos o hilas con risas y nostalgias, para enhebrar la voz del filadero, que así llaman por aquí a la cosa. Allí me acordé de Ghandi, que cae lejos en historia y mapamundi, pero es que el mahatma de la no violencia soñaba que en su India hubiera un telar en cada casa, que cada indio aparejara sus telas y confeccionara ropas; él mismo le daba a la rueca con su rucarruca místico (debe ser manía de visionario, porque también san Pablo tejía, aunque pelo de cabra).
El pequeño telar de Ghandi era un ensayo de autarquía testimonial y se habría maravillado hace cien años viendo que aquí su sueño logró que la mitad de las leonesas supieran hilar o tejer con los ojos cerrados, que se segaran linares y ovejas, lino y lana, para proveerse de lo mayor: telas bastas, sábanas de lija, camisolas, sacos, quilmas, mantos, fardeles, tapabocas, mantillas, rodaos enfurtidos... y tejido con agujas: calcetas,
, justillos...
El filadero transcurrió por cuentos, chanzas, relaciones viejas y hasta por alguna verdulería de la que daba cuenta en su carta Martín Martínez sin escandalizarse tanto como aquel obispo astorgano que en el XVIII determinó para su pueblo, Estébanez de la Calzada y toda la diócesis, la pena de excomunión a toda persona que asistiera a filandones. Ospá. Tienta mucho el suponer qué se haría entonces en aquellas noches de contubernio vecinal, aquel arrimamiento... y resucitarlo, porque tanto filandón literario y sólo narrando floripondios sin rima puede acabar fatigando la oreja y enfriando el lomo; la arqueología etnográfica debería considerar la atractiva posibilidad de recuperar aquellos filandones con reboce y embozo en los que todos podían meter voz o palpo, porque, si no, se nos va a quedar todo en aquel refrán que en el Val me recordaron:
«Nada se gana hilando... pero mucho menos mirando».