Diario de León

CORNADA DE LOBO | PEDRO GARCÍA TRAPIELLO

Dígase gracias

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DE GUAJE, mi universidad de pupitre y callejeo fueron las escuelas nacionales de «El Cid», la plaza de San Isidoro, el Arco de la Cárcel y la Estación, donde se doctoraba uno en pillerías, seis años escolares de prietas las filas, banderas izadas, lilas en mayo para ir «con flores a porfía» y patio con mucha bulla o pelotazo sombreado por arbolones pilongos que al caer el sol se poblaban de pardales con más gorjeo y cháchara que un congreso de verduleras. Comprenderás, pues, que esas escuelas sigan evocándomelo todo cada vez que paso ante ellas porque por fuera están intactas en su ladrillo guapo, su porte airoso y dibujo afrancesado, aunque por dentro les rompieron alma y espacio embutiéndole dos plantas cuando se diseñó sólo para una. Ahora es administración y aparato de la Cruz Roja, pero cerrando los ojos se reconstruyen aquellas aulas de techo en las nubes, enorme ventanal, persianas de rulo y sol invasor; tan espaciosas, que poco podía templarlas una raquítica estufa que en los inviernos ardía con tufo de hulla y medio muerta en cada esquina... aulas con tinteros en los pupitres, polvareda de tiza, con ecos de mucha enciclopedia y mucho afán de maestro en la pizarra... escuelas de leche en polvo y coscorrón en migas... de mucho piano de don Macario y de mucha intensidad docente (y hasta con clases de electricidad al acabar lo lectivo), así que todo ello me permitió llegar a primero de Bachillerato con la mitad aprendida y con licencia para vaguear. No miento si digo que de allí salí sin cumplir los diez, pero haciendo raíces cúbicas, conociendo pormenores de Viriato o Almanzor y sabiendo encuadernar en bastidor libros y libracos mientras el bote de goma arábiga hervía en un infernillo.

Y viene esto a colación porque me cuentan que el próximo jueves cumplirá cien años uno de mis maestros allí, Félix Urueña, ejemplar y resistente, fiel a una vocación y entrega, a costumbres y amigos, compareciendo diariamente en un desayuno muy tertuliado al que no falta tampoco Elpidio Barriada, otro gran maestro de El Cid también llamado a los cien. Están los dos pletóricos de facultades, ingenio y lecturas. ¿De qué pasta les hicieron?, ¿dónde está el molde que les dibujó su gran talla?...

La fe en una enseñanza pública está en su haber. Subráyese, pues, un ¡gracias! siempre pendiente y merecido.

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